Ian Kershaw, Hitler: Hubris 1889-1936 (1998)

Ian Kershaw explica en uno de sus prólogos que nunca se había planteado la posibilidad de  escribir una biografía sobre Hitler, ya que este es seguramente el personaje del siglo XX sobre el que más se ha escrito. Pero no solo eso, otra razón, como el mismo asegura, era que a lo largo de su trayectoria como historiador se había interesado más por la llamada historia social y, por lo tanto, al escribir una biografía se podía correr el riesgo de aproximarse a una historia de carácter más individualista. Y es precisamente este punto, donde la biografía de Kershaw, supuso un verdadero punto de inflexión a la hora de afrontar la historia de grandes personalidades. Como han demostrado otros historiadores con otros personajes, véase las biografías de Mussolini y Franco de Richard Bosworth y Paul Preston, respectivamente, afrontar una investigación biográfica no solo supone centrarse en la psicología y en la personalidad de dicho personaje, sino que es importante entenderlo dentro de un contexto histórico determinado. Y esto puede parecer fácil con ciertos personajes, pero en el caso de Hitler, no lo es. Ya que, sin duda, el siglo XX no habría sido lo mismo sin la figura de Adolf Hitler. 


Kershaw consigue desviar esta postura tan determinista sobre la figura de Hitler proponiendo una respuesta que va más allá de la propia personalidad del personaje. Es decir, el poder de Hitler no podía emanar exclusivamente de su forma de ser. De hecho, hasta 1919 no había existido ninguna pista de su posterior magnetismo social. Es más, muchos testimonios de su entorno lo consideraban incluso un personaje ridículo. En el libro se estudia rigurosamente los orígenes y las circunstancias sociales de la familia de Hitler, pero evita positivamente obtener absurdas explicaciones psicológicas de ellos. Es más, por mucho que muchos psicólogos y pseudo-historiadores hayan intentado sacar algún indicio en la posterior vida de Hitler, no había nada inusual en la vida temprana de Hitler. Su empeño por conseguir ingresar en la Academia de Bellas Artes de Viena parecía ser el único objetivo que interesaba al joven Adolf, lo que le llevó a una vida lejos de cualquier profesión o empleo permanente. En este sentido, es curioso como su enamoramiento con el teatro, y con Wagner en particular, era una total contradicción con la cruda realidad que vivía dependiendo en buena medida de los fondos de sus familiares. 


Esa contradicción entre la grandeza de sus sueños y la pobreza extrema en la que vivía, crearon un profundo resentimiento que lo hizo más receptivo a las tendencias nacionalistas y antisemitas del movimiento de Georg von Schönerer, muy en boga entre la sociedad vienesa de antes de la Gran Guerra. En 1913 con su traslado a Munich, comenzó a vender algunas de sus pinturas lo que le permitió mejorar su situación, y aunque sus ingresos no eran muy importantes sí  le permitieron recorrer las cervecerías, pubs y cafés, donde descubrió una de sus grandes habilidades; la agitación social. De este modo, igual que la Primera Guerra Mundial cambió para siempre la historia de la Humanidad, también rescató a Hitler de una vida sin rumbo fijo. En el ejército alemán descubrió la importancia de la camaradería, una cierta disciplina y también el reconocimiento social por sus logros como soldado. Pero, al igual que para el resto de la sociedad alemana, la derrota militar y el colapso político y económico del II Reich, supuso un verdadero trauma personal para él.


El armisticio, la revolución de noviembre, la huida del Kaiser y la proclamación de la República de Weimar configuró una turbulenta atmósfera en la Alemania de posguerra, en la cuál muchas unidades del Ejército todavía seguían en activo cobrando un papel protagonista dentro de la arena política, bien por su posición contraria al Tratado de Versalles, bien formando parte de los Freikorps contra los alzamientos izquierdistas. Hitler, que continuó vinculado al Ejército, pronto destacó como un gran orador y poco a poco se fue convirtiendo en uno de los agitadores más conocidos de Munich. Enviado como espía del Ejército para investigar sobre el Partido Obrero Alemán, acabó por convertirse en su líder ya con las siglas de Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP). Pese a no contar con un programa definido, Kershaw muestra como Hitler comenzó a consolidar su fama durante la década de los años veinte, sobre todo gracias a su capacidad de adaptar los discursos a sus audiencias y a las circunstancias del momento. Lejos todavía de crear un movimiento de masas como en la década de los treinta, el autor del libro insiste en la forma natural en la que Hitler se posicionó como líder del movimiento nacionalista. De este modo, el tema del culto al Führer surgió de varias vertientes. Por un lado, porque conectaba con los sueños y deseos de aquellos que buscaban la recuperación del espíritu nacionalista alemán tras la derrota en la Primera Guerra Mundial. Y, por otro lado, como veremos mas adelante por la desesperación social que provocó la crisis económica tras el crack del 29.

Como demuestra Kershaw, al mismo tiempo que la situación social y económica de Alemania se iba deteriorando, sobre todo a finales de los años treinta, el voto nacionalsocialista se multiplicó. Desde las elecciones al Reichstag de 1930, muchos consideraban que se debía tomar el poder lo antes posible, más cuando en las elecciones de noviembre de 1932 sus votos se habían reducido y el impulso corría riesgo de perderse. Hitler supo presentarse como un líder político responsable, que contenía a la parte más radical de su partido, al mismo tiempo que alentaba a los hombres de las SA a generar violencia e inestabilidad en las calles. El propio Gregor Strasser, uno de los organizadores del Partido, se vio forzado a retirarse tras considerar unirse a un gobierno de coalición con Kurt von Schleicher y sin contar con Hitler. Pero a estas alturas, Hitler y su carisma eran una fuente de poder en sí mismo.


Kershaw enfatiza la capacidad de apoyo popular y movilización de masas que Hitler tenía en los primeros años de la década de los treinta, pero no podemos olvidar que los acontecimientos que llevaron a Hitler a ser nombrado como canciller no habrían sido posibles sin la ayuda de gran parte de la élites. El mismo Hindenburg observaba con preocupación el atractivo que Hitler tenía sobre las masas y hasta el último momento no dio su visto bueno a su nombramiento. Otros, como von Papen, consideraban a Hitler la herramienta necesaria para acabar con la República de Weimar. Sea como fuere, el 30 de enero de 1933, Hitler es nombrado canciller de manera «legal» -con un 33 por ciento de los votos en las elecciones de noviembre de 1932, lo que suponía 196 escaños, muy lejos de la mayoría absoluta-, a pesar de las reticencias del presidente que finalmente es convencido por varios sectores de las élites conservadoras. 

Sabiendo que había llegado su momento, Hitler se puso a trabajar de inmediato para fortalecer su poder. Primero, reprimiendo al Partido Comunista y después al propio Partido Socialista, siempre con el apoyo de sus socios conservadores. Y después, utilizando la gran maquinaria propagandística del NSDAP para presentar a Hitler como el salvador de la patria frente a unas nuevas elecciones al Reichstag. Su popularidad era inmensa en estos años, más allá incluso de los propios miembros del Partido Nazi, sobre todo gracias a sus victorias diplomáticas como la reocupación de Renania o la puesta en marcha de la Wehrmacht que rompieron por completo el Tratado de Versalles. Pero todavía quedaban importantes focos de poder con los que no podía contar, el Ejército y la figura presidencial que encarnaba Hindenburg. A unos los contentó eliminando a los elementos más radicales del Partido nazi -principalmente los miembros de las SA y su líder Röhm- que no solo incomodaban a las élites sino que ponían en peligro la consolidación de Hitler en el poder. Respecto a Hindenburg, solo su propia muerte dejó vía libre para que Hitler tomará posesión de su cargo en 1934.


Estos primeros años de Hitler en el poder acabaron por configurar la forma en que el Estado Nazi se organizó hasta su desaparición en 1945. Con Hitler en la cumbre como Führer, los diversos sectores del Partido Nazi fueron presentando sus propias iniciativas siempre, claro esta, de acuerdo con el pensamiento de su líder. De esta manera, surgieron una serie de grupos de poder que se ocupaban de las cuestiones políticas más tradicionales, quedando incluso los ministros en una posición secundaria. Hitler consiguió así mantenerse alejado de las actuaciones de sus propias políticas, forjando más si cabe esa figura de gran estadista responsable. Por ejemplo, cuando se empiezan a implantar políticas antijudías, de cara al público parecía tener un discurso moderado, pero al mismo tiempo hizo saber a los órganos de su Partido que simpatizaba con sus propuestas y que incluso apoyaba políticas cada vez más radicales contra los judíos. El libro acaba en 1936, cuando la sensación de grandeza de Hitler crecía y el proceso de radicalización de la Alemania Nazi era ya imparable. 

Más en la segunda parte: Hitler 1936-1945: Nemesis.

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