Apuntes de historia: Fascismo y neofascismo
El
fascismo tal y como lo conocemos fue un producto de la Primera
Guerra Mundial, podríamos decir que sería inconcebible sin ella. Ha
sido, con total seguridad, uno de los temas que más bibliografía ha
movido en la historiografía y, de hecho, ya entre sus propios
contemporáneos suscitó miles de discusiones. Como ideológica
política y movimiento social fue un fenómeno puramente europeo,
principalmente con dos focos importantes, el fascismo italiano y el
nacionalsocialismo alemán. También está circunscrito a un periodo
de tiempo muy determinado, la fase comprendida entre la posguerra de
la Gran Guerra, la gran crisis económica del 29 y la Segunda Guerra
Mundial. De hecho, uno de los principales problemas a la hora de
estudiar el fascismo ha sido identificar qué es y qué no, ya que se
ha aplicado en otros ámbitos fuera del contexto italiano o alemán
como la primera etapa del régimen franquista en España o con el
Partido de la Cruz Flechada en Hungría, entre otros. Esto se debe a que el fascismo compartía con otros movimientos autoritarios muchos
aspectos en común, y muchas veces no se habla de fascismo sino de
nivel de fascificación o niveles de intensidad de sus rasgos
definitorios. Y es que cuando hablamos de tipología de los
fascismos, hay que tener en cuenta que es un tema de difícil síntesis, aunque autores como Hobsbawm, Kitchen, Kershaw, Preston,
Judt o Casanova, parecen estar de acuerdo en que es un movimiento
surgido como una reacción frente a la democracia liberal
parlamentaria, con un violento nacionalismo, opuesto a la clase
obrera organizada, firme defensor de la autoridad y, en ocasiones,
con un vago sentimiento anticapitalista.
Podemos
distinguir una serie de rasgos que nos ayudan a definir qué
se entiende por fascismo. En primer lugar, el escenario, ya que el
fascismo es un fenómeno de Estados capitalistas desarrollados con
unas estructuras de clase complejas. Aunque que sea un producto de
Estados capitalistas no lo convierte en idéntico, ya que al mismo
tiempo bebió de otros movimientos u otros regímenes de carácter
autoritario. Otro rasgo que define al fascismo son las causas, el por
qué. Principalmente se atribuye el auge del fascismo a la doble
crisis social y económica que se abrió en primer lugar con la
Primera Guerra Mundial y en segundo lugar por la Gran Depresión del
29. Además de la crisis, tuvo que existir un espacio político libre
para su crecimiento, el que dejó el hundimiento de los sistemas
liberales. En tercer lugar, otro de los aspectos que caracterizaron
este movimiento fue su posición como respuesta a la amenaza obrera
y revolucionaria. Los miedos, reales o no, que entre algunos sectores
sociales provocó la Revolución de Octubre del 17 alimentaron al
fascismo como una reacción puramente ofensiva. Su composición
social es otro aspecto a tener en cuenta. Los protagonistas del
fascismo tuvieron una alta representación de las élites y las
clases medias, pero también hubo una importante participación de
clases trabajadoras libres, es decir, que no estaban organizadas en
ningún movimiento de carácter obrero. Por eso, uno de sus
principales rivales políticos fueron los partidos y sindicatos
obreros. Esto conecta con la quinto rasgo, el fascismo funcionó
como una alianza entre las élites, el Estado y las masas. A
diferencia de otros sistemas autoritarios tradicionales, el fascismo
era una solución autoritaria capaz de aportar masas sociales, por
ello estaba en oposición con otro tipo de movimientos de masas, ya
fueran movimientos de carácter obrero o partidos católicos.
Tampoco
nos podemos olvidar de la función social del fascismo, ya que por
mucha retórica anticapitalista que pudiera tener, sirvió para
estabilizar, fortalecer y apuntalar el sistema capitalista. De este
modo, a pesar de que la vieja élite burguesa los equiparaba a
vándalos, les cedieron el poder político a cambio de una
estabilidad que favoreciera el respeto a la propiedad privada y el
orden capitalista. Un séptimo rasgo definitorio fue su violencia
política. El fascismo en el poder fue un auténtico régimen de
terror, en el que podemos diferenciar un terror caliente, sin ningún
tipo de proceso legal, y un terror legal, que pese a tratarse de una
farsa se registra. De tal modo que el terror de Estado no deja de ser
sino una maquinaria propia de la rutina administrativa. Y aunque su
ideología no fuera su fuerte, el fascismo también se define por
tener una extraña mezcla de elementos tradicionales y modernos. Por
un lado, tiene una movilización de masas copiada de la izquierda,
pero su componente antisocialista es fundamental. Del mismo modo,
hace énfasis en componentes irracionales contrarios a la ideología
nacida de la Ilustración, autoridad, patria, obediencia o raza. Su
éxito residió en su capacidad para manipular las frustraciones de
carácter colectivo. Además, no podemos olvidar el hincapié que el fascismo hacía en la juventud y en la masculinidad. Un último rasgo sería el imperialismo, es
decir, la persecución de objetivos políticos internacionales de
manera agresiva y expansionista. Ya sea por una necesidad defensiva o
económica -como por ejemplo el Lebensraum-, por la desviación
de las tensiones internas hacia el exterior o como una manera de compensar las frustraciones sociales. Como hemos dicho, la mayor o
menor intensidad de la presencia de estos rasgos pueden llegar a
definir si un sistema autoritario es fascista o no lo es y,
normalmente, cuando hablamos del periodo de entreguerras en Europa,
esto suele estar relacionado con el grado de complejidad de la
solución de las distintas crisis.
En
este sentido, lo más acertado es analizar más de cerca los dos
principales centros del fascismo en la Europa de entreguerras. El
primer lugar donde aparece el fascismo fue en Italia, de
hecho, la propia palabra deriva del italiano fascio, que a su
vez hace referencia a la palabra latina fascis -en español
fasces- y que hacía referencia al haz que portaban los lictores en
la Antigua Roma. Su simbología ha llegado a la actualidad como un
símbolo de autoridad y justicia, de la misma manera que en Italia se
utilizó como símbolo de la unificación, por la similitud de la
unión de distintas varillas con el lema «la
unión hace la fuerza». Como hemos dicho, el fascismo fue uno de los
productos de la Primera Guerra Mundial y se abrió camino gracias a la
crisis del liberalismo. En 1914 Italia estaba dominada por el sistema
parlamentario restringio diseñado, entre otros, por Giovanni
Giolitti, que había sido jefe de Gobierno en numerosas ocasiones
desde finales del siglo XIX. El sistema liberal que era relativamente
sólido, iba a comenzar a desmoronarse con el debate en torno a la
intervención en la Gran Guerra. Entre los partidarios del no estaban
los viejos liberales y aliados políticos de Giolitti, la Iglesia
Católica y el Partido Socialista. Los partidarios de la
participación al lado de Francia y Gran Bretaña formaban un extraño
grupo compuesto por socialistas disidentes, anarquistas,
revolucionarios y nacionalistas de ultraderecha, y aunque movidos por
distintos motivos, lo que todos tenían en común era la
animadversión sobre el sistema político liberal. La propia
monarquía parecía estar a favor de la intervención, pues una
victoria al lado de Francia y Gran Bretaña podía ser recompensada
con su expansión territorial sobre el Adriático y en las colonias.
Tras
un año de intenso debate, en abril de 1915 Italia se comprometía a
entrar en la guerra en el bando de la Entente, con grandes
expectativas en las recompensas territoriales y con la idea de que la
guerra no se iba a extender mucho en el tiempo. Pero no fue así, la
guerra que sufrió Italia fue larga y destructiva. Desde mayo de 1915
hasta el final de la guerra, más de 6 millones de italianos fueron
movilizados para el combate, donde desarrollaron una especial camaradería que tanta importancia tendrá en la configuración del
movimiento fascista. Octubre del 17 fue un momento crítico del
conflicto, al desastre italiano en Caporetto, se sumó la llegada de
las primeras noticias de la Revolución Bolchevique en Rusia, por lo
que el régimen liberal tuvo que hacer promesas de reformas en el
campo y en el sistema político. Un año más tarde, pese a la
derrota final de los Imperios Centrales, el balance italiano era
crítico, más de un millón de muertos, casi 600 mil prisioneros y
otro millón de heridos, muchos de los cuales marcados para siempre.
Además, la económica nacional estaba deshecha, la inflación había
cuatriplicado los precios desde 1913 y los dos millones y medio de
soldados que volvieron del frente hicieron del trabajo un bien
escaso. El descontento social se manifestó en el importante
triángulo industrial de Milán, Turín y Génova, así como en la
regiones agrícolas de Campaña y Emilia-Romaña, con un aumento en
la afiliación a sindicatos obreros y algunos intentos de ocupación
de fábricas y tierras. Esto fue observado con temor por parte de
los grandes patronos industriales y propietarios agrarios (agrari),
que venían en ello una nueva etapa de la Revolución Rusa, por lo
que comenzaron a financiar a grupos armados para intimidar y atacar
al movimiento obrero (arditi).
De
este modo, el sistema liberal sobre el que se habían sustentado los
partidos tradicionales parecía llegar a su fin. La apertura a un
sufragio universal masculino con una representación proporcional favoreció a los partidos más modernos. Por ejemplo, en las
elecciones de noviembre de 1919 el Partido Socialista fue el más
votado, convirtiéndose en la fuerza política más poderosa hasta su
división en 1921 con la escisión de su ala izquierda en el Partido
Comunista (Gramsci, Bodiga). Una de las principales novedades fue la
fundación del Partito Popolare Italiano por Luigi Sturzo, un cura
siciliano. Este partido, aprobado por el Vaticano en 1919, era una
auténtico partido de masas con un gran poder tanto dentro como fuera
del parlamento. De todos modos, la falta de entendimiento entre
socialistas y católicos mantuvo en el poder a los viejos partidos
liberales hasta 1922. A pesar de que la firma de los tratados de paz
en la Conferencia de París de 1919 no fueron negativos para Italia,
la opinión pública no recibió de buen agrado la no obtención de
colonias en África y el Próximo Oriente. De hecho, ese sentimiento
de victoria mutilada llevó a un grupo de nacionalistas liderados por
Gabriele D'Annunzio, un poeta excombatiente, la ocupación de la
ciudad fronteriza de Fiume, disputada con Yugoslavia. Durante el año
que duró la ocupación, D'Annuzio se convirtió en un referente para
todos aquellos nacionalistas y opositores al régimen liberal, entre
ellos Benito Mussolini.
Benito
Mussolini (1883) venía de la tradición socialista, aunque nunca
creyó en el marxismo como una respuesta para la realidad italiana.
Trabajó como periodista en varios periódicos socialistas, entre
ellos el Avanti que
llegó a dirigir. Pero, tras el debate sobre la intervención
italiana en la Gran Guerra, fue expulsado del Partido Socialista por
su abierto intervencionismo. Entre 1915 y 1917 participó como
soldado en el frente con Austria y, tras su regreso, volvió
convencido de la necesidad de un cambio de régimen de corte
antimarxista. De esta manera, se empezó a relacionar con ricos
industriales que financiaban no sólo su periódico (Il
Popolo d'Italia) sino también
su nuevo proyecto político, los Fasci
di Combattimento fundados en
marzo de 1919 en Milán, en una reunión de poco más de cien
personas entre los que estaban Farinacci o Marinetti. Los Fasci
básicamente funcionaba como una asociación de los distintos grupos
de combate surgidos en oposición al movimiento obrero y si bien en
sus comienzos fueron titubeantes, a partir de 1920 del aumento de las
actividades violentas de los arditi -excombatientes armados- contra
sindicatos y periódicos obreros. Esta política de squadrismo fue un
rotundo éxito en primer lugar porque respondía a la necesidad que
tenían los grandes propietarios de controlar al movimiento obrero.
En segundo lugar, porque sus acciones y parafernalia -las camisas
negras, la camaradería, derrocamiento del orden liberal- atraían a
un buen número de excombatientes y jóvenes deseosos de acción en un
mundo decadente. De este modo, sí en diciembre de 1919 eran unos mil
miembros, un año después ya eran 20 mil, y en 1921 250 mil
miembros, lo que los convirtió en un auténtico fenómeno social. En
las elecciones de mayo de 1921, el propio Giolitti contó con los
fascistas dentro de su coalición antisocialista, a pesar de que el
fascismo todavía no era un partido de masas.
En
noviembre de ese mismo año, con un movimiento obrero totalmente
desmoralizado, los Fasci di Combattimento se transformaron en el
Partito Nazionale Fascista que, un año más tarde, alcanzó el poder
sin necesidad de ganar unas elecciones o intervenir militarmente.
Esto se debe a que Mussolini y los fascistas se aprovecharon del
vacío político creado por la crisis de los liberales. Cuando en
octubre de 1922, los líderes fascistas planificaron la toma de
puntos estratégicos en las principales ciudades italianas para luego
converger en Roma, las fuerzas coercitivas del Estado no hicieron
nada para remediarlo. El propio Luigi Facta, jefe de Gobierno, pidió
al rey Victor Manuel la intervención del ejército, pero este rehusó
su petición. Mussolini se dirigió entonces al encuentro de las
escuadras fascistas en la conocida Marcha sobre Roma, que luego la
propaganda fascista convirtió en mito. Ni revolución ni toma de
poder por la fuerza, simplemente la pasividad de las fuerzas armadas
del Estado fueron la razón de su éxito. Así, en octubre de 1922,
el rey encargó a Mussolini como primer ministro la formación de un
gobierno, aunque la posición del PNF no era la mejor, pues solo
contaba con 32 diputados . Por lo que durante los dos siguientes
años, al mismo tiempo que gobernaba en coalición con otros partidos
-excluyendo a socialistas y católicos-, intentaba fortalecer la
posición del fascismo por la vía parlamentaria con cambios en la
ley electoral -ley Acerbo-, por la cual la lista más votada se
llevaba dos tercios del parlamento. Esos dos años entre la Marcha
sobre Roma y la disolución del parlamento, estuvieron caracterizados
por la violencia en las calles de los grupos de squadristi
como una forma de presión ante los procesos electorales, combinado
con una importante dosis de fraude e ilegalidad.
De
hecho, el socialista Giacomo Matteotti fue uno de los pocos diputados
que denunciaron esta ilegalidad. Lamentablemente lo acabó pagando
con su vida. Se creé que Matteotti tenía información sobre la
financiación corrupta del PNF en donde estaría involucrado el
propio hermano de Mussolini, Arlando. Lo cierto es que desapareció
el 10 de junio de 1924 y pocos días más tarde se supo que había
sido asesinado por una escuadra fascista. No se sabe a ciencia cierta
si fue responsabilidad directa de Mussolini, pero el tema es que el
caso Matteotti le persiguió durante toda su carrera. Desde ese
momento los socialistas abandonaron el parlamento y, lejos de perder
el apoyo del rey, de los conservadores, de los grandes propietarios y
del ejército, le ayudaron a apuntalar el régimen fascista no
haciendo nada ante la disolución del parlamento en enero de 1925.
Los primeros años sirvieron para cimentar el régimen fascista que
hasta mediados de los años 30 viviría su época de apogeo. En esos
años los fascistas lograron numerosos éxitos ya que se consolidaron
en las principales posiciones de poder, crearon un enorme aparato
propagandístico basado en la censura y en el culto en torno a la
figura de Mussolini, que ya se le conocía como el Duce, mejoró la
relaciones con la Iglesia católica con la firma de los Pactos de
Letrán en 1929, por el que se establecía el Estado del Vaticano y
se le dio garantías en materia educativa.
Pero
la estabilidad lograda por el régimen fascista empezó a
desmoronarse al mismo tiempo que Mussolini inició su política
expansionista. Y a pesar de que no podía aspirar a ser una gran
potencia, con la desaparición del Imperio austro-húngaro si que
pretendía ser la potencia dominante del Mediterráneo. De hecho,
entre 1935 y 1939 Italia estuvo presente en dos guerras, Etiopía y
España. La primera, una guerra contra uno de los pocos países
africanos independientes, se vendió como una auténtica cruzada
fascista en busca del soñado imperio colonial. A pesar de que
Etiopía era un país sin tecnología militar moderna, la guerra no
fue un paseo para las tropas italianas y los costes fueron
relativamente altos, pero la propaganda consiguió mostrarla como una
victoria gloriosa. En España, Mussolini atendió rápidamente la
petición de ayuda de Franco en un intento de expandir su influencia
por el Mediterráneo. Para la guerra envió a más de 80 mil hombres,
así como una gran cantidad de material bélico, que no solo le
aportaron escasas recompensas sino que sus ejércitos sufrieron
alguna notoria derrota –por ejemplo, la Batalla de Guadalajara
frente a las Brigadas Internacionales–. El acercamiento político a
la Alemania Nazi de Hitler, le llevó a desarrollar una política
exterior cada vez más agresiva, a pesar de que al principio de la
Segunda Guerra Mundial se mantuvo al margen. Pero cuando Alemania
invadió Francia, Mussolini no dudo en declarar la guerra a los
Aliados.
Lo
cierto es que Italia nunca pudo seguir el ritmo bélico de Alemania y
de hecho, dos años más tarde, cuando los americanos desembarcaron en las costas de Sicilia, Mussolini había perdido todos los apoyos
que lo habían subido al poder –el rey, la Iglesia, los conservadores, los grandes propietarios–, incluso el propio PNF
parecía descomponerse. Es más, tras años sin reunirse y tras un
largo debate, el Gran Consejo Fascista en julio de 1943 decidió que
la derrota era evidente, por lo que era necesario destituir a
Mussolini y pactar con los americanos. A partir de ese momento, el
rey ordenó la detención de Mussolini y encargo como regente al
general Badoglio pactar con los americanos la rendición, que se hizo
efectiva el 8 de septiembre de 1943. En una misión de película, un
grupo de paracaidistas alemanes rescató a Mussolini de prisión y
estableció, como un títere de Hitler, un gobierno en el norte de
Italia conocido como la República de Saló. Algunos fanáticos
vieron en este régimen una «segunda revolución fascista», con un
programa antimonárquico, antisemita y con algunas promesas que no
pudieron cumplirse dado las circunstancias en las que se desarrolló.
A partir de este momento Italia vivió dos guerras; una guerra
internacional entre alemanes y Aliados, y una guerra civil entre
fascistas y antifascistas. Cuando la guerra llegaba a su fin,
Mussolini intentó escapar en medio de un convoy de soldados
alemanes, pero fue descubierto el 27 de abril de 1944 por un grupo de
partisanos y murió fusilado un día más tarde, siendo su cuerpo y
el de otros fascistas colgados en la plaza Loreto de Milán.
La
semilla fascista en Alemania
tardó mucho más tiempo en eclosionar que en Italia, pero dada la
posición internacional que ocupaba la primera, su germinación puso
al fascismo, en su versión más extrema, en la primera plana de la
política mundial. En este sentido, el nacionalsocialismo, al igual
que el fascismo italiano, no habría existido sin los acontecimientos
que siguieron a la Primera Guerra Mundial. La euforia que inundó a
la opinión pública alemana tras la declaración de guerra en agosto
de 1914, desapareció conforme la guerra se iba haciendo más larga.
La desilusión y el descontento motivó la movilización de parte de
la sociedad por la paz, principalmente organizados en torno a
consejos de obreros y soldados (Ratë) al modelo soviético. A la
altura de septiembre de 1918, la situación en el frente occidental
era insostenible, el Alto Mando alemán, entre ellos Hindenburg y
Luddendorf, pidieron al régimen imperial la formación de un nuevo
gobierno que firmara el armisticio. Esta maniobra, que dio origen a
la leyenda de la «puñalada
por la espalda»
(Dolchstoss),
será utilizada por el ejército, las fuerzas conservadoras y el
nacionalsocialismo para demostrar la responsabilidad de la derrota
por parte de la recién nacida República de Weimar. De hecho, el
reconocimiento de la derrota causó un tremendo impacto en la opinión pública, pues hasta el último momento la propaganda del régimen
imperial había prometido la victoria. La situación estalló en
noviembre de 1918 cuando una insurrección de marineros en Kiel se
extendió a otras ciudades alemanas, entre ellas Berlín, forzando al
Kaiser Guillermo II a abdicar. La formación de un gobierno
provisional presidido por Ebert (Partido Socialista Alemán, SPD)
simbolizó la gran división que existía en la izquierda alemana, ya
que al mismo tiempo que parte de los socialistas abrazaron la
creación de una República, otros Rosa Luxemburgo o Karl Liebknecht
lucharon en las calles de Berlín, dentro de la Unión Espartaquista,
por una revolución al estilo bolchevique.
De
este modo, se proclamó la República y Ebert, consciente de la
necesidad de mantener una posición alemana fuerte, pactó con el
ejército la necesidad de mantener el orden y evitar una revolución
desde abajo. Es más, llegó a pactos con grandes empresarios y
sindicatos patronales para una mejora de las condiciones laborales.
La fuerte reacción defensiva conllevó no solo el uso del ejército
frente a los revolucionarios, sino también el envío de grupos
armados compuestos por soldados, burgueses y universitarios
contrarios a la izquierda radical (Freikorps). Tras duros
enfrentamientos en las calles de Berlín y el asesinato de varios
líderes revolucionarios, muchos de estos miembros de los Freikorps
pasaron a engrosar las filas del nacionalsocialismo en sus años de
expansión. En esos momentos, Hitler (1889) se recuperaba en un
hospital militar y, de la misma manera que muchos de sus
contemporáneos, recibió las noticias de la derrota militar y el
estallido de la revolución como una auténtica traición –la
«puñalada
por la espalda»–.
Había nacido en un pueblo austriaco cerca de la frontera alemana y
parece que tras su paso por Viena, durante su juventud, comenzó a
desarrollar un pensamiento antisemita y racista, ya que desde su
punto de vista el punto débil de Austria-Hungría era la sumisión a
las distintas minorías étnicas. En 913 emigra a Múnich para evitar
el servicio militar en Austria, pese a que en 1914, una vez estalló
la guerra, se alistó en el ejército alemán. La guerra fue un
periodo fundamental para la configuración de su pensamiento, y tras
ella, comenzó a relacionarse con grupos de extrema derecha, entre
ellos, el Partido Alemán de los Trabajadores (DAP) dirigido por
Anton Drexler. Durante esta etapa, se formaron sus ideas en torno al
Lebensraum
y el nacionalismo al estar en contacto con otros miembros de esa
«generación
de la guerra».
Su fama de gran orador, lo elevó en 1921 a presidente del por aquel
entonces ya Nationalsozialistische Deustche Arbeiter Partei (NSDAP),
más conocido como Partido nazi, que acompañó con la creación de
una rama paramilitar, la Sturmabteilung (SA).
El
Partido nazi se perfilaba como una organización política
nacionalista, racista y con una profunda postura revisionista frente
al Tratado de Versalles, y que se diferenciaba de los partidos
tradicionales por capacidad de movilizar a las masas. Un primer
intento de ascenso al poder tuvo lugar en el Putsh de Múnich de
noviembre de 1923. Un golpe de Estado que se fraguó entre algunos
miembros de la élite militar tradicional como Luddendorf y el
Partido nazi encabezado por Hitler, y que fracasó de manera rotunda.
A pesar de que fue condenado a cinco años de prisión, solo cumplió
seis meses en los que escribió Mein
Kampf, un libro donde exponía
las ideas básicas de su pensamiento político –nacionalismo,
hostilidad al socialismo, antisemitismo, racismo, etcétera–. El
fracaso del golpe mostró a Hitler la necesidad de ascender al poder
por medio de «vías
parlamentarias»,
pero sin renunciar a la violencia. Pero lo cierto es que este camino
parecía no tener éxito en un República de Weimar que vivía sus
momentos de mayor estabilidad (1924-1928) y no fue hasta la crisis
económica con su ampliación a crisis política cuando los nazis
tuvieron su momento. De hecho, la propia deriva de la República de
Weimar apuntaba a una solución autoritaria, antes o después. Si en
1929 en número de desempleados alcanzaba el millón, un año más
tarde ya eran tres millones y en 1933 la cifra alcanzó los 6
millones de desempleados. Prácticamente la mitad de las familias
alemanas sufrían gravemente las consecuencias de la crisis y desde
1928 la República estaba gobernada por una frágil coalición que
acabó por sucumbir en 1930. A partir de ese momento, el Reichstag
dejó de ser el centro del poder político en favor de los grupos que
se movían alrededor de Hindenburg, presidente de la República desde
la muerte de Ebert en 1925. Al mismo tiempo, los partidos
tradicionales se hundían y los nazis fueron unos de los grandes
beneficiados ya que si bien en 1928 solo contaban con 12 diputados,
en 1930 ya eran 107 diputados y en julio de 1932 alcanzaron su techo
con unos 13 millones de votos, un 37 % del censo electoral, lo que
les supuso tener 230 diputados. Los votos de los nazis fueron muy
variados, pero contrariamente a lo que se ha pensado, la mayoría de
los parados votó a los comunistas (KPD). Entre los principales
votantes del Partido nazi se encontraban pequeños y medianos
propietarios del mundo rural, terratenientes y algunas clases medias
de medianas ciudades. Pero lo cierto, es que el nombramiento de
Hitler no fue una consecuencia directa del consenso entre el pueblo
alemán, ya que en noviembre de 1933 su número de votos parecía
descender, sino del pacto entre los grupos conservadores y el
ejército de ponerlos en el poder.
Los
últimos gobiernos de la República de Weimar fueron denominados como
gobiernos presidenciales, ya que eran nombrados por el propio
presidente de la República y gobernaban a través de decretos de
emergencia, como contemplaba la propia Constitución de Weimar. Estos
gobiernos fueron la consecuencia directa del pacto entre Hindenburg y
algunos militares y hombres de negocios agrupados en torno a
Schleicher para acabar con el poder político del Reichstag. El
objetivo era construir un Estado autoritario que liquidara los restos
de la República de Weimar. El primer gobierno fue presidido por Van
Papen, un aristócrata monárquico que duró no más de seis meses
como canciller tras ser apartado por el propio Schleicher que lo
sustituyó en el puesto. En un intento de controlar a los nazis,
ofreció al número dos del Partido nazi, Gregor Strasser la
vicecancillería, pero Hitler se interpuso y obligó a Strasser a
renunciar a todos los cargos en el partido, ya que no concebía la
conformación de un gobierno que no estuviera presidido bajo su
persona. Finalmente, con un Hitler en alerta, fue la ayuda de Van
Papen, movido por su destitución anterior, el que le ofreció un
pacto para formar un gobierno presidido por el líder nazi. El 30 de
enero de 1933, Hindenburg nombró a Hitler canciller de Alemania en
un gobierno con solo dos ministros nazis. Pero este no era un
gobierno presidencial más ya que detrás de Hitler, que nunca ocultó
sus intenciones, había un partido político con un importante
aparato paramilitar y capaz de movilizar a las masas. Un año
después, cualquier tipo de oposición política, entre ellos el
Partido comunista, había sido destruida y cuando murió Hindenburg
en agosto de 1934, Hitler acaparó los poderes de canciller y
presidente, convirtiéndose en Führer y liquidando lo poco que
quedaba ya de la República de Weimar.
Es
más, en junio de 1934 ya había depurado la vertiente más radical
de su partido que ponía en peligro su hegemonía en el poder. En la
conocida como Noche de los Cuchillos Largos, la Gestapo y las
Schutzstaffel (SS) se ocuparon de arrestar y asesinar a cientos de
miembros de las SA, entre ellos el propio Röhm. Con esta maniobra no sólo silenciaba a las voces más radicales de su partido, sino que
controlaba el brazo armado del mismo, ya que llegaron incluso a
rivalizar en fuerza con el propio ejército alemán. Así, poco a
poco, los nazis fueron ocupando los aparatos del Estado para transformarlo en un modelo anárquico y caótico gobernado únicamente
desde la voluntad de Adolf Hitler. Una vez desaparecida
cualquier tipo de manifestación en contra de su régimen, la
política del Führer comenzó a estar dominada por dos de sus
grandes preocupaciones, la cuestión de los judíos y el Tratado de
Versalles.
De
hecho, a diferencia del fascismo italiano, el racismo y el
antisemitismo habían jugado papeles importantes en el discurso
nacionalsocialista desde los años veinte, pero una vez llegaron al
poder, el antisemitismo se convirtió en uno de los ejes de la
política social nazi. Ya en 1933 se promovieron varias leyes en
donde se apartaba de los puestos públicos a los judíos, así como se
limitaba su entrada en escuelas y universidades. En 1935 los nazis
aprobaron las Leyes de Nüremberg,
entre las cuales destaca la Ley
para la protección de la sangre y honor alemanes,
y por las cuales se establecía no solo la prohibición de relaciones
sexuales y matrimonio entre judíos y arios, sino también se dejaba
de considerar a los judíos como ciudadanos del Reich. Más tarde
estas leyes fueron aplicadas a otras minorías como los gitanos. Uno
de los acontecimientos que marcaron el antes y después del
antisemitismo nazi fue la Noche de los Cristales Rotos
(Kristallnacht), entre el 9 y 10 de noviembre de 1938, cuando los
nazis y sus colaboradores antisemitas incendiaron cientos de sinagogas y negocios judíos con un balance de casi cien judíos
muertos y más de treinta mil detenciones. Cuando estalló la Segunda
Guerra Mundial, el antisemitismo acompañó a los nazis en los nuevos
territorios conquistados, y la brutalización del fenómeno
transformó el odio a los judíos en sus formas más salvajes, primero
con la confinación de estos en guetos al margen de la sociedad y,
después, con la llamada Solución Final, es decir, con su
exterminio. Se calcula que más de seis millones de judíos fueron
eliminados por el régimen nazi a lo largo de toda Europa.
Por
otro lado, Hitler nunca había ocultado que una de sus grandes
obsesiones era la vergüenza que había sentido con la derrota en la
Gran Guerra. De hecho, la propaganda nazi se preocupó de mostrar a
Hitler como el constructor del nuevo Reich, alejado de los pecados que habían acompañado los orígenes de la República de Weimar, la
leyenda de la puñalada por la espalda. El Tratado de Versalles era,
por lo tanto, una piedra en el nuevo camino de Alemania y, entre 1933
y 1939, Hitler se ocupó de combatirlo por medio de una política
internacional agresiva. Uno de sus principales objetivos fue la
anexión de Austria, o mejor dicho, la Anschluss. Y es que la
República austriaca se había mantenido en pie durante prácticamente
16 años a pesar de que tuvo que hacer frente a la pérdida de
grandes zonas industriales. Al igual que en Alemania, la Gran
Depresión tuvo unos efectos desastrosos y, sobre todo después del
ascenso al poder de su hermano alemán, el partido nazi austriaco
creció de forma exponencial. En 1934, el católico ultraconservador
Engelbert Dollfuss disolvió el parlamento acabando de manera formal
con la democracia. A pesar de los intentos nazis de forzar la unión
de los dos Estados, Dollfuss resistió y lo acabó pagando con su
vida. Su sucesor, Kurt von Schuschnigg, logró resistir las
presiones hasta 1938, cuando días después de proponer un referéndum a raíz del Anschluss, tuvo que dimitir y dos días más tarde el
ejército alemán entró en Austria.
Tres
años antes, Hitler ya había denunciado oficialmente el Tratado de
Versalles y había comenzado su política de rearme del ejército
alemán, ocupando al mismo tiempo la zona desmilitarizada de Renania.
Ese mismo año, en julio de 1936, apoyó abiertamente al bando
franquista enviando tropas de apoyo para su causa –la llamada
Legión Condor–. Los desafíos a la comunidad internacional eran
respondidos tibiamente por Francia y Gran Bretaña, que habían
acordado una política de apaciguamiento para evitar un nuevo
conflicto, a cambio de ser flexibles frente a las posiciones
revisionistas de los tratados de paz de 1919. De hecho, tras Austria,
el siguiente objetivo de Hitler era la anexión de los territorios
germanoparlantes de Checoslovaquia, los Sudetes. El Acuerdo de Múnich
firmado en septiembre de 1938 entre la Alemania nazi, Italia, Francia
y Gran Bretaña supuso el punto culminante de la política de apaciguamiento y al mismo tiempo su fin, puesto que después de la
cesión de los Sudetes, Hitler invadió en marzo de 1939 el resto de
Checoslovaquia, estableciendo el Protectorado de Bohemia y Moravia.
Gran Bretaña supo ver entonces que las expectativas de Hitler podían
ser ilimitadas y era necesario responder la agresividad alemana con
rearme y mediante concesiones. El siguiente paso de Hitler, en
septiembre de 1939 fue la invasión de Polonia y con ello, la
declaración de guerra de Gran Bretaña y Francia. Durante los seis
años de conflicto, el nacionalsocialismo mostró su cara más brutal
y agresiva. La guerra total, sobre todo cuando el conflicto se
extiende en 1941 sobre la Unión Soviética, dejó millones de
muertos no solo en los campos de batalla, sino en las retaguardias
donde miles de personas eras perseguidas como enemigos del nuevo
orden. El suicidio de Hitler y el derrumbe de la Alemania nazi en los
últimos días del conflicto fueron una muestra de que si bien el
fascismo había nacido de la guerra, también desapareció en ella.
A
partir de ese momento, lo que se ha denominado como neofascismo
ha sido un conglomerado de partidos políticos y movimientos sociales
minoritarios que, generalmente, se han movido en los márgenes de la
sociedad. Durante los primeros años de la posguerra, y gracias a la
tensa situación internacional provocada de la Guerra fría, muchos
fascistas pudieron reintegrarse en la sociedad. De este modo, puede
resultar llamativo, que solo un año después del final de la Segunda
Guerra Mundial se fundara en Italia el Movimiento
Sociale Italiano (MSI) por
seguidores de Benito Mussolini, entre ellos Giorgio Almirante. Y si
bien en sus comienzos fue un partido minoritario, tuvo una gran
importancia en la década de los 60 y 80 como apoyos parlamentarios a
los gobiernos democristianos. En 1995 se refundó en Alleanza
Nazionale, con un carácter mucho más moderado para, finalmente,
integrarse en una coalición conservadora bajo el liderazgo de Silvio
Berlusconi (Il Popolo della
Libertà). De la misma manera,
fruto de una coalición de partidos de ultraderecha nació en la
década de los setenta en Francia, el Frente Nacional, en la
actualidad autodenominados Agrupación Nacional. Ambos partidos han
sido calificados como neofascistas, y a pesar de que sus trayectorias
son distintas, durante buena parte de su vida política han defendido
posturas nacionalistas, xenófobas y con un cierto tono revisionista
frente a la actuación de los regímenes fascistas en el pasado.
Estos dos ejemplos y algunos otros en diferentes países europeos, no
han jugado un papel importante en las políticas nacionales salvo en
los últimos años, cuando algunos partidos y gobiernos
ultraderechistas amenazan la estabilidad de la Unión Europea. Por
otro lado, a pesar de que la retórica de muchos grupos o movimientos
neofascistas evocan al «fascismo
clásico»,
afortunadamente no han tenido la misma capacidad de captar a las
masas, probablemente porque no se han dado las condiciones
necesarias. Y a pesar de su escasa fuerza social, al tratarse de
grupos violentos, siembran el terror allá por donde pasan. Con
relativa presencia en los países occidentales –Europa,
Norteamérica y Oceanía–, se caracterizan por el uso de la
violencia, la xenofobia y el racismo, una ideología basada en una
visión histórica del nacionalismo y un rechazo total a la
diversidad.
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