Apuntes de historia: Fascismo y neofascismo

El fascismo tal y como lo conocemos fue un producto de la Primera Guerra Mundial, podríamos decir que sería inconcebible sin ella. Ha sido, con total seguridad, uno de los temas que más bibliografía ha movido en la historiografía y, de hecho, ya entre sus propios contemporáneos suscitó miles de discusiones. Como ideológica política y movimiento social fue un fenómeno puramente europeo, principalmente con dos focos importantes, el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán. También está circunscrito a un periodo de tiempo muy determinado, la fase comprendida entre la posguerra de la Gran Guerra, la gran crisis económica del 29 y la Segunda Guerra Mundial. De hecho, uno de los principales problemas a la hora de estudiar el fascismo ha sido identificar qué es y qué no, ya que se ha aplicado en otros ámbitos fuera del contexto italiano o alemán como la primera etapa del régimen franquista en España o con el Partido de la Cruz Flechada en Hungría, entre otros. Esto se debe a que el fascismo compartía con otros movimientos autoritarios muchos aspectos en común, y muchas veces no se habla de fascismo sino de nivel de fascificación o niveles de intensidad de sus rasgos definitorios. Y es que cuando hablamos de tipología de los fascismos, hay que tener en cuenta que es un tema de difícil síntesis, aunque autores como Hobsbawm, Kitchen, Kershaw, Preston, Judt o Casanova, parecen estar de acuerdo en que es un movimiento surgido como una reacción frente a la democracia liberal parlamentaria, con un violento nacionalismo, opuesto a la clase obrera organizada, firme defensor de la autoridad y, en ocasiones, con un vago sentimiento anticapitalista.


Podemos distinguir una serie de rasgos que nos ayudan a definir qué se entiende por fascismo. En primer lugar, el escenario, ya que el fascismo es un fenómeno de Estados capitalistas desarrollados con unas estructuras de clase complejas. Aunque que sea un producto de Estados capitalistas no lo convierte en idéntico, ya que al mismo tiempo bebió de otros movimientos u otros regímenes de carácter autoritario. Otro rasgo que define al fascismo son las causas, el por qué. Principalmente se atribuye el auge del fascismo a la doble crisis social y económica que se abrió en primer lugar con la Primera Guerra Mundial y en segundo lugar por la Gran Depresión del 29. Además de la crisis, tuvo que existir un espacio político libre para su crecimiento, el que dejó el hundimiento de los sistemas liberales. En tercer lugar, otro de los aspectos que caracterizaron este movimiento fue su posición como respuesta a la amenaza obrera y revolucionaria. Los miedos, reales o no, que entre algunos sectores sociales provocó la Revolución de Octubre del 17 alimentaron al fascismo como una reacción puramente ofensiva. Su composición social es otro aspecto a tener en cuenta. Los protagonistas del fascismo tuvieron una alta representación de las élites y las clases medias, pero también hubo una importante participación de clases trabajadoras libres, es decir, que no estaban organizadas en ningún movimiento de carácter obrero. Por eso, uno de sus principales rivales políticos fueron los partidos y sindicatos obreros. Esto conecta con la quinto rasgo, el fascismo funcionó como una alianza entre las élites, el Estado y las masas. A diferencia de otros sistemas autoritarios tradicionales, el fascismo era una solución autoritaria capaz de aportar masas sociales, por ello estaba en oposición con otro tipo de movimientos de masas, ya fueran movimientos de carácter obrero o partidos católicos.

Tampoco nos podemos olvidar de la función social del fascismo, ya que por mucha retórica anticapitalista que pudiera tener, sirvió para estabilizar, fortalecer y apuntalar el sistema capitalista. De este modo, a pesar de que la vieja élite burguesa los equiparaba a vándalos, les cedieron el poder político a cambio de una estabilidad que favoreciera el respeto a la propiedad privada y el orden capitalista. Un séptimo rasgo definitorio fue su violencia política. El fascismo en el poder fue un auténtico régimen de terror, en el que podemos diferenciar un terror caliente, sin ningún tipo de proceso legal, y un terror legal, que pese a tratarse de una farsa se registra. De tal modo que el terror de Estado no deja de ser sino una maquinaria propia de la rutina administrativa. Y aunque su ideología no fuera su fuerte, el fascismo también se define por tener una extraña mezcla de elementos tradicionales y modernos. Por un lado, tiene una movilización de masas copiada de la izquierda, pero su componente antisocialista es fundamental. Del mismo modo, hace énfasis en componentes irracionales contrarios a la ideología nacida de la Ilustración, autoridad, patria, obediencia o raza. Su éxito residió en su capacidad para manipular las frustraciones de carácter colectivo. Además, no podemos olvidar el hincapié que el fascismo hacía en la juventud y en la masculinidad. Un último rasgo sería el imperialismo, es decir, la persecución de objetivos políticos internacionales de manera agresiva y expansionista. Ya sea por una necesidad defensiva o económica -como por ejemplo el Lebensraum-, por la desviación de las tensiones internas hacia el exterior o como una manera de compensar las frustraciones sociales. Como hemos dicho, la mayor o menor intensidad de la presencia de estos rasgos pueden llegar a definir si un sistema autoritario es fascista o no lo es y, normalmente, cuando hablamos del periodo de entreguerras en Europa, esto suele estar relacionado con el grado de complejidad de la solución de las distintas crisis.


En este sentido, lo más acertado es analizar más de cerca los dos principales centros del fascismo en la Europa de entreguerras. El primer lugar donde aparece el fascismo fue en Italia, de hecho, la propia palabra deriva del italiano fascio, que a su vez hace referencia a la palabra latina fascis -en español fasces- y que hacía referencia al haz que portaban los lictores en la Antigua Roma. Su simbología ha llegado a la actualidad como un símbolo de autoridad y justicia, de la misma manera que en Italia se utilizó como símbolo de la unificación, por la similitud de la unión de distintas varillas con el lema «la unión hace la fuerza». Como hemos dicho, el fascismo fue uno de los productos de la Primera Guerra Mundial y se abrió camino gracias a la crisis del liberalismo. En 1914 Italia estaba dominada por el sistema parlamentario restringio diseñado, entre otros, por Giovanni Giolitti, que había sido jefe de Gobierno en numerosas ocasiones desde finales del siglo XIX. El sistema liberal que era relativamente sólido, iba a comenzar a desmoronarse con el debate en torno a la intervención en la Gran Guerra. Entre los partidarios del no estaban los viejos liberales y aliados políticos de Giolitti, la Iglesia Católica y el Partido Socialista. Los partidarios de la participación al lado de Francia y Gran Bretaña formaban un extraño grupo compuesto por socialistas disidentes, anarquistas, revolucionarios y nacionalistas de ultraderecha, y aunque movidos por distintos motivos, lo que todos tenían en común era la animadversión sobre el sistema político liberal. La propia monarquía parecía estar a favor de la intervención, pues una victoria al lado de Francia y Gran Bretaña podía ser recompensada con su expansión territorial sobre el Adriático y en las colonias.

Tras un año de intenso debate, en abril de 1915 Italia se comprometía a entrar en la guerra en el bando de la Entente, con grandes expectativas en las recompensas territoriales y con la idea de que la guerra no se iba a extender mucho en el tiempo. Pero no fue así, la guerra que sufrió Italia fue larga y destructiva. Desde mayo de 1915 hasta el final de la guerra, más de 6 millones de italianos fueron movilizados para el combate, donde desarrollaron una especial camaradería que tanta importancia tendrá en la configuración del movimiento fascista. Octubre del 17 fue un momento crítico del conflicto, al desastre italiano en Caporetto, se sumó la llegada de las primeras noticias de la Revolución Bolchevique en Rusia, por lo que el régimen liberal tuvo que hacer promesas de reformas en el campo y en el sistema político. Un año más tarde, pese a la derrota final de los Imperios Centrales, el balance italiano era crítico, más de un millón de muertos, casi 600 mil prisioneros y otro millón de heridos, muchos de los cuales marcados para siempre. Además, la económica nacional estaba deshecha, la inflación había cuatriplicado los precios desde 1913 y los dos millones y medio de soldados que volvieron del frente hicieron del trabajo un bien escaso. El descontento social se manifestó en el importante triángulo industrial de Milán, Turín y Génova, así como en la regiones agrícolas de Campaña y Emilia-Romaña, con un aumento en la afiliación a sindicatos obreros y algunos intentos de ocupación de fábricas y tierras. Esto fue observado con temor por parte de los grandes patronos industriales y propietarios agrarios (agrari), que venían en ello una nueva etapa de la Revolución Rusa, por lo que comenzaron a financiar a grupos armados para intimidar y atacar al movimiento obrero (arditi).


De este modo, el sistema liberal sobre el que se habían sustentado los partidos tradicionales parecía llegar a su fin. La apertura a un sufragio universal masculino con una representación proporcional favoreció a los partidos más modernos. Por ejemplo, en las elecciones de noviembre de 1919 el Partido Socialista fue el más votado, convirtiéndose en la fuerza política más poderosa hasta su división en 1921 con la escisión de su ala izquierda en el Partido Comunista (Gramsci, Bodiga). Una de las principales novedades fue la fundación del Partito Popolare Italiano por Luigi Sturzo, un cura siciliano. Este partido, aprobado por el Vaticano en 1919, era una auténtico partido de masas con un gran poder tanto dentro como fuera del parlamento. De todos modos, la falta de entendimiento entre socialistas y católicos mantuvo en el poder a los viejos partidos liberales hasta 1922. A pesar de que la firma de los tratados de paz en la Conferencia de París de 1919 no fueron negativos para Italia, la opinión pública no recibió de buen agrado la no obtención de colonias en África y el Próximo Oriente. De hecho, ese sentimiento de victoria mutilada llevó a un grupo de nacionalistas liderados por Gabriele D'Annunzio, un poeta excombatiente, la ocupación de la ciudad fronteriza de Fiume, disputada con Yugoslavia. Durante el año que duró la ocupación, D'Annuzio se convirtió en un referente para todos aquellos nacionalistas y opositores al régimen liberal, entre ellos Benito Mussolini.

Benito Mussolini (1883) venía de la tradición socialista, aunque nunca creyó en el marxismo como una respuesta para la realidad italiana. Trabajó como periodista en varios periódicos socialistas, entre ellos el Avanti que llegó a dirigir. Pero, tras el debate sobre la intervención italiana en la Gran Guerra, fue expulsado del Partido Socialista por su abierto intervencionismo. Entre 1915 y 1917 participó como soldado en el frente con Austria y, tras su regreso, volvió convencido de la necesidad de un cambio de régimen de corte antimarxista. De esta manera, se empezó a relacionar con ricos industriales que financiaban no sólo su periódico (Il Popolo d'Italia) sino también su nuevo proyecto político, los Fasci di Combattimento fundados en marzo de 1919 en Milán, en una reunión de poco más de cien personas entre los que estaban Farinacci o Marinetti. Los Fasci básicamente funcionaba como una asociación de los distintos grupos de combate surgidos en oposición al movimiento obrero y si bien en sus comienzos fueron titubeantes, a partir de 1920 del aumento de las actividades violentas de los arditi -excombatientes armados- contra sindicatos y periódicos obreros. Esta política de squadrismo fue un rotundo éxito en primer lugar porque respondía a la necesidad que tenían los grandes propietarios de controlar al movimiento obrero. En segundo lugar, porque sus acciones y parafernalia -las camisas negras, la camaradería, derrocamiento del orden liberal- atraían a un buen número de excombatientes y jóvenes deseosos de acción en un mundo decadente. De este modo, sí en diciembre de 1919 eran unos mil miembros, un año después ya eran 20 mil, y en 1921 250 mil miembros, lo que los convirtió en un auténtico fenómeno social. En las elecciones de mayo de 1921, el propio Giolitti contó con los fascistas dentro de su coalición antisocialista, a pesar de que el fascismo todavía no era un partido de masas.



En noviembre de ese mismo año, con un movimiento obrero totalmente desmoralizado, los Fasci di Combattimento se transformaron en el Partito Nazionale Fascista que, un año más tarde, alcanzó el poder sin necesidad de ganar unas elecciones o intervenir militarmente. Esto se debe a que Mussolini y los fascistas se aprovecharon del vacío político creado por la crisis de los liberales. Cuando en octubre de 1922, los líderes fascistas planificaron la toma de puntos estratégicos en las principales ciudades italianas para luego converger en Roma, las fuerzas coercitivas del Estado no hicieron nada para remediarlo. El propio Luigi Facta, jefe de Gobierno, pidió al rey Victor Manuel la intervención del ejército, pero este rehusó su petición. Mussolini se dirigió entonces al encuentro de las escuadras fascistas en la conocida Marcha sobre Roma, que luego la propaganda fascista convirtió en mito. Ni revolución ni toma de poder por la fuerza, simplemente la pasividad de las fuerzas armadas del Estado fueron la razón de su éxito. Así, en octubre de 1922, el rey encargó a Mussolini como primer ministro la formación de un gobierno, aunque la posición del PNF no era la mejor, pues solo contaba con 32 diputados . Por lo que durante los dos siguientes años, al mismo tiempo que gobernaba en coalición con otros partidos -excluyendo a socialistas y católicos-, intentaba fortalecer la posición del fascismo por la vía parlamentaria con cambios en la ley electoral -ley Acerbo-, por la cual la lista más votada se llevaba dos tercios del parlamento. Esos dos años entre la Marcha sobre Roma y la disolución del parlamento, estuvieron caracterizados por la violencia en las calles de los grupos de squadristi como una forma de presión ante los procesos electorales, combinado con una importante dosis de fraude e ilegalidad.



De hecho, el socialista Giacomo Matteotti fue uno de los pocos diputados que denunciaron esta ilegalidad. Lamentablemente lo acabó pagando con su vida. Se creé que Matteotti tenía información sobre la financiación corrupta del PNF en donde estaría involucrado el propio hermano de Mussolini, Arlando. Lo cierto es que desapareció el 10 de junio de 1924 y pocos días más tarde se supo que había sido asesinado por una escuadra fascista. No se sabe a ciencia cierta si fue responsabilidad directa de Mussolini, pero el tema es que el caso Matteotti le persiguió durante toda su carrera. Desde ese momento los socialistas abandonaron el parlamento y, lejos de perder el apoyo del rey, de los conservadores, de los grandes propietarios y del ejército, le ayudaron a apuntalar el régimen fascista no haciendo nada ante la disolución del parlamento en enero de 1925. Los primeros años sirvieron para cimentar el régimen fascista que hasta mediados de los años 30 viviría su época de apogeo. En esos años los fascistas lograron numerosos éxitos ya que se consolidaron en las principales posiciones de poder, crearon un enorme aparato propagandístico basado en la censura y en el culto en torno a la figura de Mussolini, que ya se le conocía como el Duce, mejoró la relaciones con la Iglesia católica con la firma de los Pactos de Letrán en 1929, por el que se establecía el Estado del Vaticano y se le dio garantías en materia educativa.

Pero la estabilidad lograda por el régimen fascista empezó a desmoronarse al mismo tiempo que Mussolini inició su política expansionista. Y a pesar de que no podía aspirar a ser una gran potencia, con la desaparición del Imperio austro-húngaro si que pretendía ser la potencia dominante del Mediterráneo. De hecho, entre 1935 y 1939 Italia estuvo presente en dos guerras, Etiopía y España. La primera, una guerra contra uno de los pocos países africanos independientes, se vendió como una auténtica cruzada fascista en busca del soñado imperio colonial. A pesar de que Etiopía era un país sin tecnología militar moderna, la guerra no fue un paseo para las tropas italianas y los costes fueron relativamente altos, pero la propaganda consiguió mostrarla como una victoria gloriosa. En España, Mussolini atendió rápidamente la petición de ayuda de Franco en un intento de expandir su influencia por el Mediterráneo. Para la guerra envió a más de 80 mil hombres, así como una gran cantidad de material bélico, que no solo le aportaron escasas recompensas sino que sus ejércitos sufrieron alguna notoria derrota –por ejemplo, la Batalla de Guadalajara frente a las Brigadas Internacionales–. El acercamiento político a la Alemania Nazi de Hitler, le llevó a desarrollar una política exterior cada vez más agresiva, a pesar de que al principio de la Segunda Guerra Mundial se mantuvo al margen. Pero cuando Alemania invadió Francia, Mussolini no dudo en declarar la guerra a los Aliados.



Lo cierto es que Italia nunca pudo seguir el ritmo bélico de Alemania y de hecho, dos años más tarde, cuando los americanos desembarcaron en las costas de Sicilia, Mussolini había perdido todos los apoyos que lo habían subido al poder –el rey, la Iglesia, los conservadores, los grandes propietarios–, incluso el propio PNF parecía descomponerse. Es más, tras años sin reunirse y tras un largo debate, el Gran Consejo Fascista en julio de 1943 decidió que la derrota era evidente, por lo que era necesario destituir a Mussolini y pactar con los americanos. A partir de ese momento, el rey ordenó la detención de Mussolini y encargo como regente al general Badoglio pactar con los americanos la rendición, que se hizo efectiva el 8 de septiembre de 1943. En una misión de película, un grupo de paracaidistas alemanes rescató a Mussolini de prisión y estableció, como un títere de Hitler, un gobierno en el norte de Italia conocido como la República de Saló. Algunos fanáticos vieron en este régimen una «segunda revolución fascista», con un programa antimonárquico, antisemita y con algunas promesas que no pudieron cumplirse dado las circunstancias en las que se desarrolló. A partir de este momento Italia vivió dos guerras; una guerra internacional entre alemanes y Aliados, y una guerra civil entre fascistas y antifascistas. Cuando la guerra llegaba a su fin, Mussolini intentó escapar en medio de un convoy de soldados alemanes, pero fue descubierto el 27 de abril de 1944 por un grupo de partisanos y murió fusilado un día más tarde, siendo su cuerpo y el de otros fascistas colgados en la plaza Loreto de Milán.

La semilla fascista en Alemania tardó mucho más tiempo en eclosionar que en Italia, pero dada la posición internacional que ocupaba la primera, su germinación puso al fascismo, en su versión más extrema, en la primera plana de la política mundial. En este sentido, el nacionalsocialismo, al igual que el fascismo italiano, no habría existido sin los acontecimientos que siguieron a la Primera Guerra Mundial. La euforia que inundó a la opinión pública alemana tras la declaración de guerra en agosto de 1914, desapareció conforme la guerra se iba haciendo más larga. La desilusión y el descontento motivó la movilización de parte de la sociedad por la paz, principalmente organizados en torno a consejos de obreros y soldados (Ratë) al modelo soviético. A la altura de septiembre de 1918, la situación en el frente occidental era insostenible, el Alto Mando alemán, entre ellos Hindenburg y Luddendorf, pidieron al régimen imperial la formación de un nuevo gobierno que firmara el armisticio. Esta maniobra, que dio origen a la leyenda de la «puñalada por la espalda» (Dolchstoss), será utilizada por el ejército, las fuerzas conservadoras y el nacionalsocialismo para demostrar la responsabilidad de la derrota por parte de la recién nacida República de Weimar. De hecho, el reconocimiento de la derrota causó un tremendo impacto en la opinión pública, pues hasta el último momento la propaganda del régimen imperial había prometido la victoria. La situación estalló en noviembre de 1918 cuando una insurrección de marineros en Kiel se extendió a otras ciudades alemanas, entre ellas Berlín, forzando al Kaiser Guillermo II a abdicar. La formación de un gobierno provisional presidido por Ebert (Partido Socialista Alemán, SPD) simbolizó la gran división que existía en la izquierda alemana, ya que al mismo tiempo que parte de los socialistas abrazaron la creación de una República, otros Rosa Luxemburgo o Karl Liebknecht lucharon en las calles de Berlín, dentro de la Unión Espartaquista, por una revolución al estilo bolchevique.



De este modo, se proclamó la República y Ebert, consciente de la necesidad de mantener una posición alemana fuerte, pactó con el ejército la necesidad de mantener el orden y evitar una revolución desde abajo. Es más, llegó a pactos con grandes empresarios y sindicatos patronales para una mejora de las condiciones laborales. La fuerte reacción defensiva conllevó no solo el uso del ejército frente a los revolucionarios, sino también el envío de grupos armados compuestos por soldados, burgueses y universitarios contrarios a la izquierda radical (Freikorps). Tras duros enfrentamientos en las calles de Berlín y el asesinato de varios líderes revolucionarios, muchos de estos miembros de los Freikorps pasaron a engrosar las filas del nacionalsocialismo en sus años de expansión. En esos momentos, Hitler (1889) se recuperaba en un hospital militar y, de la misma manera que muchos de sus contemporáneos, recibió las noticias de la derrota militar y el estallido de la revolución como una auténtica traición –la «puñalada por la espalda»–. Había nacido en un pueblo austriaco cerca de la frontera alemana y parece que tras su paso por Viena, durante su juventud, comenzó a desarrollar un pensamiento antisemita y racista, ya que desde su punto de vista el punto débil de Austria-Hungría era la sumisión a las distintas minorías étnicas. En 913 emigra a Múnich para evitar el servicio militar en Austria, pese a que en 1914, una vez estalló la guerra, se alistó en el ejército alemán. La guerra fue un periodo fundamental para la configuración de su pensamiento, y tras ella, comenzó a relacionarse con grupos de extrema derecha, entre ellos, el Partido Alemán de los Trabajadores (DAP) dirigido por Anton Drexler. Durante esta etapa, se formaron sus ideas en torno al Lebensraum y el nacionalismo al estar en contacto con otros miembros de esa «generación de la guerra». Su fama de gran orador, lo elevó en 1921 a presidente del por aquel entonces ya Nationalsozialistische Deustche Arbeiter Partei (NSDAP), más conocido como Partido nazi, que acompañó con la creación de una rama paramilitar, la Sturmabteilung (SA).



El Partido nazi se perfilaba como una organización política nacionalista, racista y con una profunda postura revisionista frente al Tratado de Versalles, y que se diferenciaba de los partidos tradicionales por capacidad de movilizar a las masas. Un primer intento de ascenso al poder tuvo lugar en el Putsh de Múnich de noviembre de 1923. Un golpe de Estado que se fraguó entre algunos miembros de la élite militar tradicional como Luddendorf y el Partido nazi encabezado por Hitler, y que fracasó de manera rotunda. A pesar de que fue condenado a cinco años de prisión, solo cumplió seis meses en los que escribió Mein Kampf, un libro donde exponía las ideas básicas de su pensamiento político –nacionalismo, hostilidad al socialismo, antisemitismo, racismo, etcétera–. El fracaso del golpe mostró a Hitler la necesidad de ascender al poder por medio de «vías parlamentarias», pero sin renunciar a la violencia. Pero lo cierto es que este camino parecía no tener éxito en un República de Weimar que vivía sus momentos de mayor estabilidad (1924-1928) y no fue hasta la crisis económica con su ampliación a crisis política cuando los nazis tuvieron su momento. De hecho, la propia deriva de la República de Weimar apuntaba a una solución autoritaria, antes o después. Si en 1929 en número de desempleados alcanzaba el millón, un año más tarde ya eran tres millones y en 1933 la cifra alcanzó los 6 millones de desempleados. Prácticamente la mitad de las familias alemanas sufrían gravemente las consecuencias de la crisis y desde 1928 la República estaba gobernada por una frágil coalición que acabó por sucumbir en 1930. A partir de ese momento, el Reichstag dejó de ser el centro del poder político en favor de los grupos que se movían alrededor de Hindenburg, presidente de la República desde la muerte de Ebert en 1925. Al mismo tiempo, los partidos tradicionales se hundían y los nazis fueron unos de los grandes beneficiados ya que si bien en 1928 solo contaban con 12 diputados, en 1930 ya eran 107 diputados y en julio de 1932 alcanzaron su techo con unos 13 millones de votos, un 37 % del censo electoral, lo que les supuso tener 230 diputados. Los votos de los nazis fueron muy variados, pero contrariamente a lo que se ha pensado, la mayoría de los parados votó a los comunistas (KPD). Entre los principales votantes del Partido nazi se encontraban pequeños y medianos propietarios del mundo rural, terratenientes y algunas clases medias de medianas ciudades. Pero lo cierto, es que el nombramiento de Hitler no fue una consecuencia directa del consenso entre el pueblo alemán, ya que en noviembre de 1933 su número de votos parecía descender, sino del pacto entre los grupos conservadores y el ejército de ponerlos en el poder.



Los últimos gobiernos de la República de Weimar fueron denominados como gobiernos presidenciales, ya que eran nombrados por el propio presidente de la República y gobernaban a través de decretos de emergencia, como contemplaba la propia Constitución de Weimar. Estos gobiernos fueron la consecuencia directa del pacto entre Hindenburg y algunos militares y hombres de negocios agrupados en torno a Schleicher para acabar con el poder político del Reichstag. El objetivo era construir un Estado autoritario que liquidara los restos de la República de Weimar. El primer gobierno fue presidido por Van Papen, un aristócrata monárquico que duró no más de seis meses como canciller tras ser apartado por el propio Schleicher que lo sustituyó en el puesto. En un intento de controlar a los nazis, ofreció al número dos del Partido nazi, Gregor Strasser la vicecancillería, pero Hitler se interpuso y obligó a Strasser a renunciar a todos los cargos en el partido, ya que no concebía la conformación de un gobierno que no estuviera presidido bajo su persona. Finalmente, con un Hitler en alerta, fue la ayuda de Van Papen, movido por su destitución anterior, el que le ofreció un pacto para formar un gobierno presidido por el líder nazi. El 30 de enero de 1933, Hindenburg nombró a Hitler canciller de Alemania en un gobierno con solo dos ministros nazis. Pero este no era un gobierno presidencial más ya que detrás de Hitler, que nunca ocultó sus intenciones, había un partido político con un importante aparato paramilitar y capaz de movilizar a las masas. Un año después, cualquier tipo de oposición política, entre ellos el Partido comunista, había sido destruida y cuando murió Hindenburg en agosto de 1934, Hitler acaparó los poderes de canciller y presidente, convirtiéndose en Führer y liquidando lo poco que quedaba ya de la República de Weimar.



Es más, en junio de 1934 ya había depurado la vertiente más radical de su partido que ponía en peligro su hegemonía en el poder. En la conocida como Noche de los Cuchillos Largos, la Gestapo y las Schutzstaffel (SS) se ocuparon de arrestar y asesinar a cientos de miembros de las SA, entre ellos el propio Röhm. Con esta maniobra no sólo silenciaba a las voces más radicales de su partido, sino que controlaba el brazo armado del mismo, ya que llegaron incluso a rivalizar en fuerza con el propio ejército alemán. Así, poco a poco, los nazis fueron ocupando los aparatos del Estado para transformarlo en un modelo anárquico y caótico gobernado únicamente desde la voluntad de Adolf Hitler. Una vez desaparecida cualquier tipo de manifestación en contra de su régimen, la política del Führer comenzó a estar dominada por dos de sus grandes preocupaciones, la cuestión de los judíos y el Tratado de Versalles.

De hecho, a diferencia del fascismo italiano, el racismo y el antisemitismo habían jugado papeles importantes en el discurso nacionalsocialista desde los años veinte, pero una vez llegaron al poder, el antisemitismo se convirtió en uno de los ejes de la política social nazi. Ya en 1933 se promovieron varias leyes en donde se apartaba de los puestos públicos a los judíos, así como se limitaba su entrada en escuelas y universidades. En 1935 los nazis aprobaron las Leyes de Nüremberg, entre las cuales destaca la Ley para la protección de la sangre y honor alemanes, y por las cuales se establecía no solo la prohibición de relaciones sexuales y matrimonio entre judíos y arios, sino también se dejaba de considerar a los judíos como ciudadanos del Reich. Más tarde estas leyes fueron aplicadas a otras minorías como los gitanos. Uno de los acontecimientos que marcaron el antes y después del antisemitismo nazi fue la Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht), entre el 9 y 10 de noviembre de 1938, cuando los nazis y sus colaboradores antisemitas incendiaron cientos de sinagogas y negocios judíos con un balance de casi cien judíos muertos y más de treinta mil detenciones. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el antisemitismo acompañó a los nazis en los nuevos territorios conquistados, y la brutalización del fenómeno transformó el odio a los judíos en sus formas más salvajes, primero con la confinación de estos en guetos al margen de la sociedad y, después, con la llamada Solución Final, es decir, con su exterminio. Se calcula que más de seis millones de judíos fueron eliminados por el régimen nazi a lo largo de toda Europa.



Por otro lado, Hitler nunca había ocultado que una de sus grandes obsesiones era la vergüenza que había sentido con la derrota en la Gran Guerra. De hecho, la propaganda nazi se preocupó de mostrar a Hitler como el constructor del nuevo Reich, alejado de los pecados que habían acompañado los orígenes de la República de Weimar, la leyenda de la puñalada por la espalda. El Tratado de Versalles era, por lo tanto, una piedra en el nuevo camino de Alemania y, entre 1933 y 1939, Hitler se ocupó de combatirlo por medio de una política internacional agresiva. Uno de sus principales objetivos fue la anexión de Austria, o mejor dicho, la Anschluss. Y es que la República austriaca se había mantenido en pie durante prácticamente 16 años a pesar de que tuvo que hacer frente a la pérdida de grandes zonas industriales. Al igual que en Alemania, la Gran Depresión tuvo unos efectos desastrosos y, sobre todo después del ascenso al poder de su hermano alemán, el partido nazi austriaco creció de forma exponencial. En 1934, el católico ultraconservador Engelbert Dollfuss disolvió el parlamento acabando de manera formal con la democracia. A pesar de los intentos nazis de forzar la unión de los dos Estados, Dollfuss resistió y lo acabó pagando con su vida. Su sucesor, Kurt von Schuschnigg, logró resistir las presiones hasta 1938, cuando días después de proponer un referéndum a raíz del Anschluss, tuvo que dimitir y dos días más tarde el ejército alemán entró en Austria.

Tres años antes, Hitler ya había denunciado oficialmente el Tratado de Versalles y había comenzado su política de rearme del ejército alemán, ocupando al mismo tiempo la zona desmilitarizada de Renania. Ese mismo año, en julio de 1936, apoyó abiertamente al bando franquista enviando tropas de apoyo para su causa –la llamada Legión Condor–. Los desafíos a la comunidad internacional eran respondidos tibiamente por Francia y Gran Bretaña, que habían acordado una política de apaciguamiento para evitar un nuevo conflicto, a cambio de ser flexibles frente a las posiciones revisionistas de los tratados de paz de 1919. De hecho, tras Austria, el siguiente objetivo de Hitler era la anexión de los territorios germanoparlantes de Checoslovaquia, los Sudetes. El Acuerdo de Múnich firmado en septiembre de 1938 entre la Alemania nazi, Italia, Francia y Gran Bretaña supuso el punto culminante de la política de apaciguamiento y al mismo tiempo su fin, puesto que después de la cesión de los Sudetes, Hitler invadió en marzo de 1939 el resto de Checoslovaquia, estableciendo el Protectorado de Bohemia y Moravia. Gran Bretaña supo ver entonces que las expectativas de Hitler podían ser ilimitadas y era necesario responder la agresividad alemana con rearme y mediante concesiones. El siguiente paso de Hitler, en septiembre de 1939 fue la invasión de Polonia y con ello, la declaración de guerra de Gran Bretaña y Francia. Durante los seis años de conflicto, el nacionalsocialismo mostró su cara más brutal y agresiva. La guerra total, sobre todo cuando el conflicto se extiende en 1941 sobre la Unión Soviética, dejó millones de muertos no solo en los campos de batalla, sino en las retaguardias donde miles de personas eras perseguidas como enemigos del nuevo orden. El suicidio de Hitler y el derrumbe de la Alemania nazi en los últimos días del conflicto fueron una muestra de que si bien el fascismo había nacido de la guerra, también desapareció en ella.



A partir de ese momento, lo que se ha denominado como neofascismo ha sido un conglomerado de partidos políticos y movimientos sociales minoritarios que, generalmente, se han movido en los márgenes de la sociedad. Durante los primeros años de la posguerra, y gracias a la tensa situación internacional provocada de la Guerra fría, muchos fascistas pudieron reintegrarse en la sociedad. De este modo, puede resultar llamativo, que solo un año después del final de la Segunda Guerra Mundial se fundara en Italia el Movimiento Sociale Italiano (MSI) por seguidores de Benito Mussolini, entre ellos Giorgio Almirante. Y si bien en sus comienzos fue un partido minoritario, tuvo una gran importancia en la década de los 60 y 80 como apoyos parlamentarios a los gobiernos democristianos. En 1995 se refundó en Alleanza Nazionale, con un carácter mucho más moderado para, finalmente, integrarse en una coalición conservadora bajo el liderazgo de Silvio Berlusconi (Il Popolo della Libertà). De la misma manera, fruto de una coalición de partidos de ultraderecha nació en la década de los setenta en Francia, el Frente Nacional, en la actualidad autodenominados Agrupación Nacional. Ambos partidos han sido calificados como neofascistas, y a pesar de que sus trayectorias son distintas, durante buena parte de su vida política han defendido posturas nacionalistas, xenófobas y con un cierto tono revisionista frente a la actuación de los regímenes fascistas en el pasado. Estos dos ejemplos y algunos otros en diferentes países europeos, no han jugado un papel importante en las políticas nacionales salvo en los últimos años, cuando algunos partidos y gobiernos ultraderechistas amenazan la estabilidad de la Unión Europea. Por otro lado, a pesar de que la retórica de muchos grupos o movimientos neofascistas evocan al «fascismo clásico», afortunadamente no han tenido la misma capacidad de captar a las masas, probablemente porque no se han dado las condiciones necesarias. Y a pesar de su escasa fuerza social, al tratarse de grupos violentos, siembran el terror allá por donde pasan. Con relativa presencia en los países occidentales –Europa, Norteamérica y Oceanía–, se caracterizan por el uso de la violencia, la xenofobia y el racismo, una ideología basada en una visión histórica del nacionalismo y un rechazo total a la diversidad.

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