Apuntes de historia: De Hispania a Al-Ándalus, conquista y formación de un espacio político

La conquista musulmana de Hispania es un fenómeno que podemos englobar dentro de la gran expansión del Islam en tiempos del califato omeya de Damasco, entre el 661 al 750. Tras la muerte del profeta Mahoma, las grandes expediciones musulmanos les llevaron a lugares muy alegados de Arabia, como Tunicia (Ifriquiya) y el Magreb (Argelia y Marruecos). De este modo, la conquista de Hispania se presentaba como el siguiente espacio de guerra donde obtener botín y riquezas por parte de los musulmanes, sin ánimo, al menos en un principio, de realizar una ocupación estable. Esto, como ahora veremos, se hizo posible gracias a la situación de crisis y guerra civil que vivía el reino visigodo en aquellos momentos. 

De las muchas de las fuentes de la época, algunas de ellas entre la historia y leyenda, el arabista Pedro Chalmeta (1994) dedujo que era tres los principales protagonistas de la conquista musulmana de Hispania. Un tal Julián, un visigodo que regía en la región del estrecho en nombre del rey Witiza, se tuvo que desplazar a Ceuta tras la conquista de Tánger por parte de Musa, el gobernador árabe. La muerte de Witiza en el 709 y el cambio de monarca -Rodrigo-, hicieron que Julián firmara un pacto de sumisión con los musulmanes por el cual acuerda introducirlos en Hispania. Para comprobar la viabilidad del plan, un bereber llamado Tariq, lugarteniente de Musa, comandó una serie de escaramuzas en el estrecho que acaban en el año 711 con el gran desembarco en Gibraltar. Entre julio y agosto de ese año unos 10.000 bereberes, 2.000 árabes y 700 mercenarios negros se enfrentaron a los ejércitos visigodos del rey Rodrigo a las orillas del río Guadalete. La derrota total y la muerte de Rodrigo en el campo de batalla no hará sino que acelerar el proceso de conquista de Hispania ante la total indiferencia de la población hispanorromana. 

La península Ibérica a principios del siglo X, en marrón claro, Al-Ándalus.

De ahí que podamos pensar, que más que una acción preparada y programada, la conquista de Hispania por parte de los musulmanes fuera más una cuestión de iniciativas individuales más o menos inconexas (Chalmeta, 1994). En este sentido, solo en tres años, los musulmanes, dirigidos por Tariq y Musa, alcanzaron el valle del Ebro persiguiendo a los nobles visigodos e hispanorromanos fugitivos. Entre el 714 y el 716, se completa prácticamente el control del territorio de la Bética y la Tarraconense, con el envío de unos 400 notables árabes para implantar el nuevo orden político de esas nuevas conquistas del califato. A partir de ese momento, los cristianos refugiados en el norte alimentarán la leyenda de la traición de Julián como la causa de la pérdida de Hispania, que tras siglos cantadas por los juglares, será recogida por escrito a mediados del siglo XV como la Crónica del Rey Don Rodrigo o Crónica Sarracina. Así, contaba esa leyenda que el conde Julián había entregado a Rodrigo una hija suya como doncella. Este se enamoró de ella, pero no fue correspondido y la forzó. Como venganza, Julián facilitó la entrada de los musulmanes en Hispania a través del estrecho. Lo cierto, es que todo esto es muy difícil confirmarlo por las fuentes que se conocen y realmente cuesta encuadrarlo dentro de los acontecimientos que se conocen.

Como hemos visto, tras una etapa de control militar que duró muy pocos años, se inició una segunda fase de control y ocupación del territorio. Primero se estableció la sede de gobierno en Sevilla (716), para un año más tarde llevarla a Córdoba. Las tropas bereberes que habían participado en la conquista, ya que habían sido mayoría, reclamaban derechos sobre el reparto de los bienes que estaba siendo monopolizado por la casta árabe. De este modo, tras años de reclamaciones se les entregan propiedades en calidad de iqta (beneficio) pero de la quinta parte que estaba reservada para el tesoro califal, siendo un claro contraste con los grandes latifundios que había adquirido la casta árabe. 

La historia de Bayad y Riyad, manuscrito ilustrado del siglo XIII.

Al-Ándalus fue un distrito bajo el mando militar y político de un valí, un gobernador, desde el final de la conquista hasta el 756 con la toma del poder por Abd al-Rahman I, príncipe omeya exiliado en Córdoba tras la instauración del nuevo califato en Bagdad por los abbasías, sus enemigos. Durante este tiempo, que generalmente la historiografía lo ha denominado como «emirato dependiente», el califa omeya de Damasco designaba directamente los valíes con plenos poderes para toda la Península Ibérica. El territorio estaba dividido en una veintena de distritos administrativos o coras y, al mando de cada uno de ellos un alcaide o un jeque como delegado militar. En un contexto en el cual un ejército sirio, unos 7000 soldados, se encontraban en la región para sofocar las revueltas bereberes, es facil de entender que el príncipe omeya Abd al-Rahman eligiera Al-Andalus como lugar apropiado para su exilio, ya que eran partidarios de su causa. De esta manera, se proclama emir, un término islámico que significa soberano investido de autoridad. Por lo que se inaugura una nueva etapa denominada «emirato independiente» que durarará hasta que su descendiente Abd al-Rahman III rompa de manera definitiva con Bagdad proclamando el califato (sucesor del enviado de Dios o principe de los creyentes).

La Alhambra (1845), por Wilhelm Meyer.

La élite árabe no tardó en convertirse en la clase terrateniente a cuenta de las grandes extensiones abandonadas por los antiguos esclavistas o del patrimonio del derrotado régimen visigodo. Una casta militar dominante frente a los demás grupos musulmanes no árabes. Se elige una capital, primero Sevilla y luego Córdoba, y además, se empieza a utilizar el término Al-Ándalus como entidad política independiente, ya visible en la emisión de monedas. Hay una importante revitalización política de las ciudades, volviendo a la vieja tipología romana de poblamiento. El territorio de al-Ándalus quedó dividido en unas 22 circunscripciones o coras, gobernadas por jefes tribales desde las principales ciudades, sin abarcar nunca todo el espacio peninsular, pues la zona noroeste pronto se decidió abandonar para beneficio de los cristianos refugiados en dicho territorio. Con el estado omeya se crearon tres grandes fronteras; la marca superior (Zaragoza), la marca media (Toledo) y la marca inferior (Mérida). Los ejércitos solían estar concentrados en la capital y, desde allí, se desplazaban para enfrentarse a las tropas cristianas o a las revueltas musulmanas. Con el tiempo, a la base tribal y segmentaría de este ejército se añadió un nutrido cuerpo de mercenarios y guardias de esclavos altamente profesionalizados, cuyo pago obligó a endurecer la fiscalidad. Aunque esto no supuso un problema inicial, ya que gracias a los éxitos militares y a la coerción ejercida hubo un drástico aumento del presupuesto del estado. Pero, las propia contradicciones y falta de consenso a la hora de recaudar los impuestos, puso en evidencia ya en el siglo IX las frágiles bases fiscales que asentaba el aparato estatal del emirato e inició las revueltas entre algunos disidentes musulmanes contra el poder de las élites árabes. 

Desde el 850 el poder del Islam en la antigua Hispania ya estaba plenamente consolidado y legitimado, por lo que la proclamación del califato fue un efecto más de la hegemonía islámica en la península Ibérica. De este modo, al precedente poder político de los emires, Abd al-Rahman III unió la jefatura religiosa de la comunidad islámica de Al-Ándalus, principalmente para afirmar la independencia del territorio respeto a otras autoridades superiores. El hecho pretendía, además, reforzar la cohesión de la población hispanomusulmana, aunque fue muy difícil conseguir el compromiso real. Sea como fuere, el califato solo se sostuvo hasta el 1031, y realmente ya en el 1008 con la muerte del primogénito de Almanzor, Abd al-Malik, el destino del califato ya estaba escrito.

Abd al-Rahman III recibiendo al embajador (1885), por Dionisio Baixeras Verdaguer.

En su momento de esplendor, se realizaron grandes expediciones militares contra los cristianos del norte, como en los tiempos de Abd al-Rahman III sobre el primitivo condado de Castilla entre el 934-939 o, en las incursiones bajo el mando de Almanzor, verdadero gobernante de Al-Ándalus como primer ministro de Hisham II, y que realizó ataques sobre Barcelona (985), León (988) o Santiago (997). Así, la burocracia y el ejército fueron los grandes consumidores de recursos del califato, que se trató de mantener con un impuesto nuevo llamado qabala sobre la actividad comercial. Una afluencia de dinero que permitió mantener, al menos por un tiempo, el número de soldados mercenarios y esclavos. El problema estuvo en que la distancia entre las gentes que participaban de la vida política del califato (jassa) y los que no, la masa social ajena a ella (amma), se fue incrementando hasta abrir una gran brecha en una sociedad ya de por sí estamental, con diferencias de sexo, edad, etnia y clases sociales. El califa era un monarca autócrata de poder absoluto que además se impuso como jefe espiritual y temporal en la sociedad. Presidía la oración de los viernes, juzgaba en última instancia, acuñaba monedas en su nombre y tomaba las últimas decisiones sobre el gasto público. Era generalísimo de los ejércitos y decidía la política exterior. Ellos mismos nombraban a su sucesor y siempre estaban rodeados de una serie de personajes que funcionarían como su corte (hayib y visires).

La ideología del estado descansaba sobre las bases del Islam, como aún sucede en algunos países islámicos en la actualidad, como por ejemplo Arabia Saudí cuyo texto constitucional es el Corán. Había un eco de las instituciones centrales sobre la administración provincial, coras y marcas con unas autoridades delegadas del poder central. De este modo, el Corán y la tradición oral preislámica (Sunna) eran los fundamentos de la ley islámica (Saria) donde el estado tenía todo el monopolio para la educación, la religión o la práctica judicial.

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