Apuntes de historia: Los territorios cristianos del norte de la península Ibérica (711-1035)

En torno al año 720 prácticamente toda la península Ibérica estaba sometida al Islam, aunque muchas zonas sin una ocupación efectiva. A este respecto, el origen de lo que se ha denominado como «Reconquista» surgió más bien de una insurrección montañesa de tipo tribal, que de una resistencia organizada de la aristocracia visigoda. Pequeñas bandas de cristianos se formaron en las montañas del norte peninsular -macizo cantábrico y altos valles pirenaicos- y, fundamentalmente, solo luchaban por su propia supervivencia. Un ejemplo son los astures, que dirigidos por un jefe electo de nombre Pelayo, sobrevivieron a los musulmanes en el 722, cerca de la cueva de Covadonga. Muchos de estos grupos, lograron sobrevivir e incluso progresar, no tanto por su propia fuerza, sino por el desinterés de los musulmanes.

Al menos hasta el siglo XI la hoy mal llamada «Reconquista» no tuvo ninguna motivación de carácter religioso. Día a día y dependiendo de las circunstancias, los primeros soberanos cristianos dirigían sus fuerzas tanto contra los musulmanes como contra los otros gobernantes cristianos. En este sentido, la conquista tuvo un carácter esencialmente campesino, puesto que fue la superpoblación de las montañas la que derivó en la búsqueda de tierras cultivables y llanuras en el sur. Las escasas y pobres operaciones militares solo tenían como objetivo el de apoyar la colonización agraria. Fue un poco después, en el ambiente intelectual de la corte de Alfonso III de Asturias (866-910), cuando se exageró de manera intencionada aquel movimiento insurrecional espontáneo y popular de Covadonga, para convertirlo en el origen de un verdadero mito. Las crónicas asturianas de la época, cuya autoría se atribuye al propio monarca con la revisión de algún clérigo, narran la historia del nacimiento del reino de Asturias como una continuación de la tradición del desaparecido reino visigodo de Toledo. Escrito en latín, este texto supone la revitalización del pasado godo en la monarquía asturiana que, desde finales del siglo IX, convirtió a Covadonga en el origen mítico del concepto de reconquista como ideal político-religioso de gran importancia. 

La imagen de Pelayo, entre la historia y la leyenda.

Por otro lado, la colección de tradiciones (Ajbar Machmua) que recoge una crónica musulmana anónima del siglo XI, ya tres siglos después de los sucesos de Covadonga, ofrece una visión muy distinta de lo que ocurrió. Relata que una vez que los musulmanes habían conquistado todo el norte del país, solo quedaba por dominar un pequeño valle donde se habían refugiado unos 300 hombres con un rey llamado Belay (Pelayo). Se les combatió día y noche y su número fue disminuyendo hasta quedar 30 hombres y una decena de mujeres, Allí, encastillados, permanecieron alimentándose de la miel de las colmenas y, ante la imposibilidad por parte de los musulmanes de acceder a ellos, acabaron por dejarlos en paz pensando en qué problema podían suponer un puñado de cristianos encerrados en un valle. Sin embargo, concluye la crónica musulmana, terminaron por suponer un asunto grave con el paso de los años. Así pues, parecer ser que los musulmanes permitieron que en esos lugares abruptos sobreviviesen ciertos focos de resistencia al Islam.

Sea como fuere, la historia del reino de Asturias se inaugura con Pelayo (718-737) y su hijo Favila (737-739). Durante el siglo VIII era una pequeña corte cristiana itinerante hasta que a finales de dicha centuria, con el reinado de Alfonso II, se instale en Oviedo. Todos los monarcas que sucedieron a Pelayo y Favila eran miembros de la misma familia. Alfonso I (739-757) era cuñado de Favila y su sucesor, Fruela I (757-768) hijo del primero. A este, le siguió en el trono su primo segundo Aurelio (768-774). Su heredero fue su cuñado Silo (774-783) casado con Adosinda. Solo el monarca Mauregato (783-789) no tuvo parentesco inmediato con la familia de Pelayo. De todos modos, su sustituto, Vermudo I (789-791) era hermano del rey Aurelio antes citado, por lo que volvía al linaje de Pelayo, que se consolidaba con el reinado de Alfonso II (791-842) ya que era nieto de Alfonso I. Completaron el siglo IX, Ramiro I (842-850), Ordoño I (850-866) y el famoso Alfonso III (866-910) que trasladó la corte a León y promovió el nacimiento de la monarquía astur-leonesa con la promoción de repoblaciones cristianas en Compostela (854) y León (856), así como con una gran expansión sobre la cuenca del Duero y Galicia (Oporto, Orense, Coimbra, Burgos y Zamora). Durante el siglo X, los hijos y descendientes de Alfonso III serán reyes de León y sus expediciones militares y repoblaciones llegaran hasta Salamanca, Ávila y Segovia. Paralelamente, entre las tierras de León y Pamplona, había surgido el condado de Castilla bajo el nombre de una primera figura histórica llamado Rodrigo, que ostentaba dicho título. Aunque no será hasta mediados del siglo XI cuando Fernando I (1035-1065) ostente al mismo tiempo los títulos de rey de León y de Castilla, gracias a su matrimonio con Sancha, hija de Alfonso V de León (999-1028).

La península Ibérica en tiempos de Alfonso III de Asturias.

Al mismo tiempo, en la parte oriental de la península, en los Pirineos, la situación contaba con la poderosa influencia que desde el otro lado de las montañas ejercieron el reino de los francos y el Imperio Carolingio. No hay que olvidar que en el 732, el abuelo de Carlomagno, Carlos Martel, había vencido a los musulmanes en Poitiers, aunque algunos autores aseguran que esa derrota no fue determinante para que estos perdieran el interés de ir más allá. Lo cierto es que el dominio franco en la Narbonense y Aquitania se produjo desde tiempos de Pipino el Breve (759), padre de Carlomagno, y que además, el propio emperador dirigió un ataque fallido sobre la ciudad de Zaragoza en el 778, como narra el conocido Cantar del Roldán, escrito un tiempo después, en el siglo XII en un dialecto del antiguo francés. Los sucesivos monarcas francos organizaron la llamada «Marca Hispánica» como una verdadera frontera contra los musulmanes. Una expresión que venía recogida en los Anales francos entre los años 821 y 850 que designaban un espacio meramente geográfico con una serie de condados independientes que pasaron a estar bajo la influencia del Imperio Carolingio.

El origen de esta nueva situación surge de las conquistas francas de Gerona (785) y Barcelona (801), y del dominio que hacia principios del siglo IX ejercían los condes de Toulouse sobre la Jacetania, Sobrearbe, Ribargorza y Pallars. Los cinco condados catalanes: Barcelona, Gerona, Ampurias, Rosellón y Urgel-Cerdaña comenzaron a partir de ese momento una serie de alianzas matrimoniales y continuos trasvases de títulos que acabaron con la progresiva hegemonía del condado de Barcelona sobre el resto, tal y como recoge la Gesta Comitum Barchinonensium (siglo XII), desde el mandato de Wifredo el Velloso (870-897). Sus sucesores, bajo la fidelidad sobre el rey franco, fueron configurando un verdadero proyecto político para el condado aprovechando la ventajosa posición geográfica del territorio. A finales del siglo X, se rechaza incluso una incursión de Almanzor sobre Barcelona (985) y se aprovecha la situación de flaqueza que vive el viejo reino de los francos tras la sustitución de la dinastía carolingia por la Capeta. 

La muerte de Roldán según un manuscrito ilustrado, c. 1455–1460.

Con la crisis del califato de Córdoba a principios del siglo XI la situación se hizo más favorable si cabe para el conde barcelonés Ramón Borrell, el cual junto a su hermano el conde Ermengol I de Urgel, llegó a atacar Córdoba en el año 1010 que sirvió para obtener un importante motín de oro, luego transformado en monedas (mancusos). Al mismo tiempo, se prestaba atención a las estrategias matrimoniales para ayudar a consolidar el poder condal, como por ejemplo con el matrimonio entre Berenguer Ramón (1017-1035), hijo del conde de Barcelona, con Sancha, hija del conde de Castilla (1016). Este, frente a las luchas internas que comenzaron a desarrollarse en los condados catalanes, acabó acogiéndose bajo la protección de su cuñado Sancho III el Mayor, rey de Pamplona. 

Y es que, hablar del rey Sancho el Mayor nos conduce a tratar los acontecimientos referentes al origen del reino de Pamplona. Este reino surgió a finales del siglo VIII sobre una sede episcopal conocida al menos desde el 589. Fruto de la confluencia de dos etnias con distinto grado de romanización y cristianismo. Por un lado, en la parte más occidental, estaban los baskunis o vascones, con una importante fuerza como bandas armadas, entre ellos destacó la familia de Iñigo Arista. En la parte oriental, desde Leire al río Aragón, se localizaban los glaskiyum o gascones, bajo el liderazgo de la familia Velasco, más romanizados e influidos por la cultura carolingia. Desde el siglo IX se hizo evidente la lucha por el control de Pamplona entre ambas etnias. Hacia el 820, los Arista (familia Íñiga) controlaban la ciudad con el apoyo de los Banu Qasi del valle del Ebro, pero la ruptura con estos les obligo a realizar una política matrimonial sobre el reino de Asturias. Al mismo tiempo, un rico propietario llamado Aznar Galíndez utilizada el título de conde de Aragón, en el espacio que ocupaba el valle de Echo, las montañas de Jaca y las repoblaciones de las tierras próximas del río Gállego. Un espacio con cierta autonomía respecto al poder central de Pamplona y que no se incorpora al reino hasta el matrimonio de la condesa Andregoto con García I en el 922. 

De este modo, serán unos parientes lejanos de los Arista los que acabaron por asumir la sucesión del trono de Pamplona con Sancho I (905-925), el citado García I (925-970), Sancho II (970-994) y García III (994-1004). Era la nueva dinastía Jimena, más cristianizada que los Arista y con una jerarquización profunda que sobrepasaba las estructuras tribales. Durante estos años, avanzarán sobre las tierras de La Rioja y con el reinado de Sancho III el Mayor (1004-1035) se llegará a un momento de la hegemonía de Pamplona sobre todo el norte peninsular, gracias a las estrategias matrimoniales con otras familias poderosas y a un importante ejercicio de la violencia. Sancho el Mayor pretendió reorganizar y consolidar todos los territorios que acabaron bajo su control a principios del siglo XI por diversas circunstancias familiares y políticas. Casado con una de las hijas del conde de Castilla, asumió el control de este en el año 1029. Del mismo modo, había casado a su hermana Urraca con el rey Alfonso V de León, quién al fallecer dejo a su hermano menor de edad Vermudo III bajo la tutela de Sancho. Como vemos, las estrategias políticas desarrolladas a través del parentesco fueron fundamentales para esa hegemonía en la península cristiana. A su muerte, todos los territorios que estaban bajo su influencia fueron repartidos entre sus hijos, sentando las bases de las que serán las principales monarquías hispánicas del futuro.

La península Ibérica y los dominios de Sancho III el Mayor.


Desde el siglo VIII el marco institucional con el que se articularon los territorios surgidos por el avance de la reconquista fue el reino, la forma típica de estado en el mundo hispano-cristiano occidental. Pero, a diferencia de la monarquía goda, legalmente electiva, el poder regio en el reino astur-leonés se conservó en la misma familia de manera hereditaria. De este modo, ni el reino de Asturias fue el continuador de los visigodos, ni Pelayo fue el sucesor de Rodrigo. Los primeros astures eligieron a sus líderes en medio de las luchas internas de poder y la propia presión de los sarracenos. Durante un tiempo, de manera amigable o violenta, se repartieron el poder y los territorios, pero a partir de la elección de Vermudo II en el 982 la monarquía hereditaria se acabó por imponer de manera definitiva. 

La sociedad de estos grupos cristianos del norte de España en el siglo VIII, principalmente centrándonos en Asturias, eran de tipo gentilicio que debía la cohesión social a las relaciones de parentesco en las que las mujeres ocupaban un lugar destacado en la transmisión del poder, aunque no lo pudieran ejercer. Sin embargo, poco a poco se fue sustituyendo ese tipo de sucesión matrilineal indirecto por una de tipo patrilineal. La monarquía, por ejemplo, reproducía esto de manera consolidada ya en el siglo XI con la sucesión y transmisión del poder real y del trono exclusivamente de padres a hijos, salvo contadas excepciones. Desde el siglo VIII, con el inicio de las repoblaciones (populatio), se inicia un nuevo control y ejercicio del poder real en base a la jurisdicción y la justicia. La corte real era una institución generalmente itinerante, pudiendo estar el rey en un lugar o en otro de sus dominios. El territorio solía estar dividido en pequeñas unidades o distritos que coincidían con accidentes naturales como valles o pequeñas regiones naturales, contando en muchos casos con fortificaciones defensivas. Estas circunscripciones no se parecían en absoluto con las antiguas divisiones territoriales de época visigoda. Generalmente, al frente de estos nuevos compartimentos de poder se hallaban grandes propietarios locales, guerreros o clérigos. Por ejemplo, la Castilla de los siglos XI y XII contó con una media de 140 divisiones territoriales. Estamos, pues, ante unas formas de poder características de una sociedad en proceso de feudalización, donde la administración de la justicia, el ejercicio del poder por el rey o sus fieles en cada distrito, será el fundamento. La misma hacienda regia se sostenía gracias a la propiedad de las tierras, las rentas sobre su producción y el ejercicio de la justicia.

Santa María del Naranco, una muestra de la arquitectura prerrománica del siglo IX.

Por comparar, la situación en la parte oriental era muy similar salvo por la salvedad de que la repoblación de es bastante más tardía. Frente al Islam, la sociedad pirenaica mantuvo su organización articulada en pequeños grupos aislados por los distintos valles. Con un sustrato prerromano incluso, se trataba de una organización social donde las distintas familias trabajaban una serie de parcelas de tierra y un ganado en un marco de propiedad comunal, sin estar sometidos a ningún ordenamiento político superior más allá de su propio ámbito local y vecinal. A finales del siglo VIII, fuentes musulmanas describen la existencia de fortificaciones realizadas por las gentes del Pirineo para protegerse de las incursiones sarracenas, y será estos inicios autodefensivos los que lleven al desarrollo de una idea de la propiedad privada más avanzada. Con esto, se inicia un proceso de desigualdad social y, por lo tanto, la aparición de grupos de parentesco al mando de jefaturas que, en teoría, representaban los interés de la comunidad, por lo que se apropiaron de parte de la producción a cambio de ejercer una función guerrera en la sociedad. Estos grupos de parentesco los podemos ver representados en las Genealogías de Roda, un códice escrito en el siglo X donde se describen los principales linajes fundadores del reino de Pamplona y del condado de Aragón. 

La «Marca Hispánica» a principios del siglo IX. 

Conforme más nos acercamos a la parte nororiental de la península, podemos observar cada vez más la presencia de la influencia carolingia en la formación de estos territorios. De hecho, desde inicios del siglo IX muchos de estos territorios se vieron tutelados y sometidos al Imperio Carolingio convirtiéndose en una frontera efectiva frente a los musulmanes. En este sentido, grupos familiares indígenas, gracias a un estado continuo de guerra, conseguían promocionar socialmente para imponer sus jefaturas sobre el resto de la población. Del mismo modo, gracias a una hábil estrategia matrimonial conseguían en forma de dotes y tierras la hegemonía, generación tras generación, de unas familias sobre otras, poniendo como ejemplo la mayoría de condados que se forman en la actual región que ocupa Cataluña. 

Así, el proceso político puesto en marcha es común a todos los territorios cristianos del norte peninsular. Por todas partes, unos determinados grupos aristocráticos, de ascendencia diversa, logran una promoción política y fomentan redes de relaciones de fidelidad en aras de consolidar la hegemonía de sus descendientes futuros. La colonización del sueño agrario será el síntoma más evidente de esa nueva organización del espacio, al mismo tiempo que se diseña una nueva organización eclesiástica. De hecho, para asegurar y conservar la autoridad pública, se recurre directamente a la invocación religiosa como sucede, por ejemplo, con Borrell II de Barcelona en 988, «duque y marqués por la gracia de Dios». Verdaderas dinastías condales y reales se relacionaron entre sí, sentando las bases del régimen feudal en la península Ibérica a lo largo del siglo XI. 

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