Apuntes de arte: Goya


Una de las figuras más importantes de la pintura española, no solo del siglo XVIII, fue Francisco de Goya y Lucientes. Nació en 1746 en la pequeña localidad de Fuendetodos, a escasos cuarenta kilómetros de Zaragoza. De hecho, fue en Zaragoza donde inició su proceso de aprendizaje pictórico, concretamente en el taller de José Luzán. En 1771 viajó a Italia para completar su formación y, a su regreso, pintó los frescos del coreto -coro de la capilla de la Virgen- de la Basílica del Pilar de Zaragoza. En 1773 se estableció definitivamente en Madrid, donde contrajo matrimonio con Josefa Bayeu, hermana de los conocidos pintores. Es más, el propio Francisco Bayeu junto con Mengs, se encargaron de introducir a Goya en el ambiente cortesano de Madrid. En este sentido, aunque como pintor se tuvo que atener a los gustos de quien encargaba la obra, siempre consiguió imprimir en sus cuadros un sentido de vida y anticonformismo. Goya fue uno de los pocos artístas que supo cultivar todos los géneros y temas abarcando lo trágico y lo cómico, lo real y lo fantástico, la paz y la guerra, lo noble y lo plebeyo, la alegría y la tristeza.


De este modo, lo más característico de la pintura de Goya fue, en primer lugar, la constante evolución de su obra. También, la innovación que no fue tanto técnica sino conceptual, de perspectiva, tratando multitud de temas sin un ideal de belleza. Destacó por su dominio del colorido y la luz, sobre todo en la primera parte de su obra hasta finales de siglo XVIII, ya que a partir de ahí el negro y los colores oscuros comenzaron a dominar en sus cuadros. Además, el contexto histórico en el que vivió, el final del Antiguo Régimen, le dio la posibilidad de plasmar en su obra la relación entre arte, artista y sociedad como nunca antes se había hecho. Del mismo modo, al no tratarse de un artista precoz, la lentitud en su aprendizaje y la búsqueda de nuevas formulas expresivas por su carácter insatisfecho, hacen que sea bastante difícil la organización en temas o etapas su obra.

En la serie de cartones para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara predominan los temas con personajes, trajes y escenas madrileñas tratadas con naturalidad y riqueza de colorido, profundizando en la observación del hombre y su condición. Los cartones se suceden en varias series, del Manzanares, El quitasol, El cacharrero, La vendimia, El albañil herido, La pradera de San Isidro, La gallina ciega, El pelele. Estos cartones son, probablemente, el mejor exponente del interés por lo popular propio de las postrimetrias del Rococó, aunque los contrastes de los tonos vivos llenan de vida esas obras aparentemente frívolas y gozosamente jóvenes. Al mismo tiempo que creaba los catones para tapices, fue nombrado pintor del rey en 1786 y pintor de Cámara de Carlos IV en 1789. Un puesto en el que se mantuvo posteriormente bajo Fernando VII y que le sirvió para realizar una gran cantidad de retratos de la familia real, pero también de aristócratas, burgueses, políticos ilustres u otros artistas. Como retratista evolucionó desde un estilo brillante y decorativo hasta llegar a prescindir de lo accesorio para centrarse en lo más íntimo de la realidad psíquica del personaje.


Desde 1792 sufrió de sordera, probablemente derivada de alguna enfermedad, circunstancia que le hizo encerrarse en sí mismo y le convirtió en un pintor mucho más crítico y amargo con todo lo que le rodeaba. Entre sus retratos más destacados sobresalen los retratos de Carlos III, de Carlos IV y de la reina María Luisa, La familia de Carlos IV (1800), de Fernando VII, los retratos del duque y la duquesa de Alba, el del conde Fernán Núñez, el de la condesa de Cinchón, el de Jovellanos y el de Moratín. En la elaboración de la Maja desnuda y la Maja vestida (1800-1805) demostró la finura suprema de la ejecución. De este periodo son también la Procesión de los disciplinantes, la Casa de locos, la Corrida de Toros, el Tribunal de la Inquisición y el Entierro de la sardina, donde Goya inició el valor expresivo de lo inacabado dejando trazos solo insinuados de parte del cuadro.

La guerra de la Independencia española contra las tropas napoleónicas (1808) determinó la pintura de Goya, que permaneció ligado a la Corte y a la Academia de San Fernando. Su pintura se hizo más realista, acusadora y polémica. Testimonio de esta visión son la serie de aguafuertes de los Desastres de la guerra, así como las grandes composiciones dedicadas al 2 de mayo, La carga de los Mamelucos, y al 3 de mayo, Fusilamiento en la montaña del Príncipe Pío, realizados en 1814. En este último, Goya redujo la gama cromática al ocre de la tierra y de algunos trajes, el negro de la noche, el blanco de las camisas de los fusilados y el rojo de la sangre. La composición se organiza a partir de la iluminación con una función innegablemente dramática. La luz, que emana del farol colocado en el suelo, separa simbólicamente la zona iluminada donde esperan los condenados y la zona oscurecida donde se alinean los soldados. En el sector iluminado, la camisa blanca de uno de los insurrectos parece absorber toda la luz del cuadro con una fuerte carga expresiva y simbólica. El pelotón de soldados, sin rostro, forma una diagonal que obliga al espectador a contemplar la escena desde el pelotón. Los fusiles preparados para disparar y la pierna retrasada indican que la descarga es inminente. Ocultando sus rostros, Goya, los despersonaliza y los convierte en una máquina de matar. Por el contrario, las fisonomías de los ciudadanos anónimos adquieren una gran dignidad. Conscientes de que van a morir, adoptan las más diversas posturas ante la muerte. El hombre de la camisa blanca levanta sus brazos y mira al frente, recordándonos al Cristo crucificado, pudiéndose apreciar en las palmas de sus manos los estigmas, lejos de él, en la parte izquierda, aparece una mujer con un niño en brazos, en clara alusión a la Virgen y el Niño. Es un grito contra la irracionalidad de la guerra.


Como pintor de temas religiosos, su producción no fue abundante. Sobresalen los frescos del coreto y de la cúpula -Regina Martyrum- de la Basílica del Pilar de Zaragoza, también los frescos de la ermita de San Antonio de Florida en Madrid, con una sorprendente vivacidad popular o el lienzo de La última comunión de San José de Calasanz, impregnado de gran intensidad mística. En este sentido, muy diferente a todas sus producciones anteriores fue la serie de pinturas negras. Entre 1820 y 1822, Goya decoró su casa, llamada la Quinta del Sordo, simplificando al máximo los temas de brujería o de expansión vital de los instintos de visión dramática y monstruosa, representando la esencia de las cosas en un mundo infernal, decadente y terrible. Trató los temas con una pincelada rápida e intensa al mismo tiempo que redujo la gama cromática al gris, negro, ocre y blanco. Las catorce composiciones fueron pintadas al óleo directamente sobre la pared preparada a la cal, con absoluta libertad de expresión, emotiva y expresionista, destacando Saturno devorando a su hijo, los Dos viejos comiendo sopas, la Romería de San Isidro como carnaval de locos o el Aquelarre, una reunión de brujas en torno a un macho cabrío. Hoy día, esta serie se conserva en el Museo del Prado, gracias a que en 1874 las pinturas fueron trasladadas a lienzo por Salvador Martínez-Cubells. En 1825 se trasladó a Burdeos donde inició una nueva etapa -La lechera de Burdeos- en la que predomina la melancolía, lejos del dramatismo anterior, el color se aclara y la luz invade las bellas figuras de personajes jóvenes, siendo un avance de lo que se vio en el impresionismo. Vivió en Burdeos hasta su muerte en 1828, a la edad de ochenta y dos años.


Además de su obra pictórica, Goya realizó una importante serie de grabados que lo colocan, junto a Rembrandt y Durero, como uno de los más importantes grabadistas del arte. En los Caprichos, bajo el lema de que el sueño de la razón engendra monstruos, expresó lo feo y monstruoso en incontables aspectos de la maldad y estupidez humanas. En la serie Desastres de la guerra reflejó con realismo feroz los suplicios y calamidades propios de la guerra. En la Tauromaquia apuntó con fuerza el aspecto trágico de la fiesta. Con los Disparates llevó a las últimas consecuencias el surrealismo iniciado en los Caprichos. De hecho, siguió inspirándose en una sociedad española a la que enmarcar en una profunda soledad, con imágenes fantasmagóricas y siniestras y cielos oscuros llenos de malos presagios.

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