Apuntes de historia: Nacionalismo y liberalismo en la Europa del siglo XIX

A comienzos del siglo XIX todavía sonaban en Europa los ecos de la Revolución Francesa. De hecho, desde un punto de vista ideológico, los acontecimientos ocurridos en los Estados Generales de 1789 y la posterior caída de la monarquía de Luis XVI no tuvo vuelta atrás. La Revolución se convirtió en el paradigma de una nueva ideología, el liberalismo, basado en el movimiento intelectual de la Ilustración y en la defensa de la libertad del individuo, oponiéndose desde un primer momento a todo lo relacionado con el Antiguo Régimen. Entre sus principios básicos nos podemos encontrar; la defensa de la libertad individual, la libertad de expresión y la libertad religiosa, el establecimiento de una Constitución que defienda todas esas libertades y al mismo tiempo limite el poder del rey, propugnan por la soberanía nacional y defienden la división de poderes propuesta por Montesquieu –legislativo, ejecutivo y judicial–. Esta unidad inicial que gozó el liberalismo a finales del siglo XVIII y principios del XIX, se fue resquebrajando al mismo tiempo que el contexto social y político en Europa se iba haciendo cada vez más complejo. Benjamin Constant (1767-1830), por ejemplo, fue uno de sus principales ideólogos y representó de su vertiente doctrinaria o moderada. Él siempre habló de un liberalismo político, intelectual y económico como una misma doctrina. Pero, a partir del proceso revolucionario de 1830, el frente común que había unido a burgueses, campesinos, intelectuales y obreros contra el absolutismo empezó a manifestar las primeras contradicciones, ya que el liberalismo se reveló como una ideología que favorecía los intereses únicos de la burguesía.



Es más, el propio liberalismo económico nació vinculado al propio proceso de la Revolución Industrial. Influenciado por la fisiocracia o liberalismo agrario, su máxima principal era la libertad del individuo y el interés particular de este, por lo que defendía a capa y espada la iniciativa privada y por lo tanto, estaba en contra del intervencionismo por parte del Estado. «Laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même», con estas palabras Vincent de Gournay y François Quesnay explicaban la existencia de unas «leyes naturales» que permitían la libre iniciativa individual, la libre competencia y el libre funcionamiento de las leyes de mercado, por ejemplo la ley de la oferta y la demanda. No fue casualidad que ll liberalismo económico tuviera un importante desarrollo teórico y práctico en Inglaterra, con la llamada escuela clásica (Adam Smith, David Ricardo, Malthus, Stuart Mill, entre otros), ya que con una situación política mucho más estable que en el continente, la burguesía inglesa estaba volcada en su proceso de expansión alrededor del mundo con su Imperio colonial británico.

Mientras tanto el liberalismo político se fragmentaba en dos grandes vertientes. Por un lado, el liberalismo doctrinario o moderado que apostaba por el sufragio censitario, la soberanía nacional y la monarquía constitucional, siendo uno de los principales ideólogos Alexis de Tocqueville. Y, por otro lado, el liberalismo democrático o progresista que defendía el establecimiento del sufragio universal masculino, la soberanía popular y la posibilidad entre una monarquía constitucional o una república. Lejos de ponerse de acuerdo, conforme se fueron adentrando en el siglo XIX ambas posturas fueron revisando sus postulados llegando incluso a conformar nuevas ideologías, como por ejemplo el marxismo, impulsado por Karl Marx y Friederich Engels a partir de las publicaciones de El Manifiesto comunista en 1848 y El Capital en 1849.

Al igual que el liberalismo, el nacionalismo como ideología despertó gracias a los hechos acaecidos durante la Revolución Francesa. En una primera fase, el nacionalismo se configuró como una reacción al localismo feudal propio del Antiguo Régimen. De hecho, en estos primeros momentos se habla de un nacionalismo liberal que entendía la nación como un interés común y su viabilidad como nación dependía de tener un territorio, una población y una economía capaz de crear un Estado sostenible (el principio del umbral). En media Europa, al mismo tiempo que las tropas de Napoleón propagaban las ideas de la Revolución, su presencia generaba un sentimiento de oposición que giró en torno al sentimiento nacionalista. De este modo, si bien en un comienzo la ideología nacionalista iba de la mano de los principios políticos del liberalismo, poco a poco, se irá desplazando a posturas mucho más conservadoras desde mediados del siglo XIX, llegando a sus planteamientos más radicales ya en el siglo XX. Esta deriva se explica por los propios acontecimientos del siglo XIX, como un momento de grandes transformaciones políticas y en donde se consolidaron las economías nacionales. Esta segunda fase del nacionalismo estuvo fuertemente influenciada por dos pensadores alemanes, Herder y Fichte. Ambos entendían el nacionalismo como la conciencia de pertenecer a una comunidad, ya sea por el lenguaje, por la cultura, por la etnia o por convivir en un territorio común. El primero planteó el concepto de «Volkstum», es decir, la idea del pueblo nación. Fichte conocido por sus «Discursos a la nación alemana» (1808-1809), defendía que para que un pueblo pueda constituirse como nación eran necesarias una serie de circunstancias como por ejemplo la pureza lingüística -nacionalismo filológico-, la etnicidad –por parentesco y sangre, estar relacionado con otros individuos semejantes– y la religión -tener una simbología e historia común-. Progresivamente, el discurso nacionalista se fue haciendo cada vez más conservador y excluyente, sirviendo de base ideológica primero del imperialismo –darwinismo social– y después, ya en el siglo XX de los fascismos.



Sea como fuere, en la primera mitad del siglo XIX, ambas ideologías tuvieron que enfrentarse a las fuerzas reaccionarias contrarias a todos los cambios políticos y sociales provocados por la Revolución Francesa. De hecho, tras la definitiva derrota de Napoleón los objetivos de los absolutistas eran la restauración del sistema de privilegios, la reorganización del mapa europeo y la creación de un sistema defensivo basado en el equilibrio de los territorios. Se hizo necesario por lo tanto la celebración de un encuentro internacional, el Congreso de Viena, donde las principales potencias del continente (Austria, Rusia y Prusia) y Gran Bretaña, restablecieron las fronteras europeas y reorganizaron la ideología del Antiguo Régimen. Además, ante la posible amenaza de brotes liberales y nacionalistas, el zar ruso propuso a Austria y Prusia la creación de la Santa Alianza –a la que más tarde se uniría la Francia de la Restauración– como medida de protección mutua. A partir de ese momento, liberales y nacionalistas comenzaron a actuar en la clandestinidad, promoviendo pronunciamientos militares y revueltas populares para presionar a las fuerzas reaccionarias. 

De este modo, en la década de los años 20 se localizaron los primeros procesos liberales tras la Restauración absolutista. Uno de los principales focos estuvo en España, ya que tras el pronunciamiento del general Riego, se había obligado a Fernando VII a gobernar bajo la Constitución de 1812. En 1823, tres años después del levantamiento, la intervención de la Santa Alianza a petición de Fernando VII acabó con el régimen liberal y la vuelta al absolutismo. Otros procesos liberales en Portugal, Piamonte o Francia también fracasan al chocar con las fuerzas absolutistas, de manera que sólo en Grecia, el levantamiento de un grupo nacionalista contra la ocupación otomana, llegó a triunfar tras conseguir la independencia en 1829. El caso griego fue paradigmático, pues tratándose de una revolución liberal fue apoyada por Rusia, Francia y Gran Bretaña. Desde principios del siglo XIX, burgueses griegos en torno a sociedades secretas se habían hecho fuertes en los montes del Peloponeso. En 1821 estalló una revuelta que las fuerzas otomanas lograron aplastar, pero este movimiento encontró muchas simpatías en Europa, pues consideraban que el gran enemigo turco no podía ser el dueño de la cuna de la civilización occidental. De este modo, tras un pacto entre Gran Bretaña, Rusia y Francia –Tratado de Londres– en 1827, se acordó el auxilio al movimiento independentista griego. Dos años más tarde, en la Batalla naval de Navarino, la flota turca fue derrotada y tuvo que aceptar la autonomía griega en el Tratado de Adrianopolis (1829).



La década de los años 30 marcó un antes y un después en el movimiento liberal, sobre todo a partir de la caída de la monarquía absolutista de Carlos X y su gobierno reaccionario en Francia –Las tres jornadas gloriosas de París– y sus sustitución por Luis Felipe de Orleans, conocido como el rey constitucional. Con este paso muchos liberales moderados franceses consideraban que ya se habían cumplido sus objetivos, pues contaban con una Constitución que defendía la soberanía nacional, un régimen monárquico parlamentario y además contaban con una amplio sufragio censitario. Aunque campesinos y obreros vieron en el conformismo de la burguesía una traición a la causa y continuaron reclamando una ampliación derechos políticos y sociales a las clases más desfavorecidas. Otros procesos revolucionarios europeos acabaron con la independencia de Bélgica de los Países Bajos o por el contrario con la dura represión de los nacionalistas polacos por parte de Rusia. En otras palabra, el edificio que se había construido en el Congreso de Viena se empezó a resquebrajar desde los cimientos, el nacionalismo tenía cada vez más protagonismo y, entre los movimientos liberales comenzaron a surgir los primeros movimientos de la clase obrera en contra de la burguesía.

El año 1848 fue el asalto definitivo de la burguesía para obtener el poder político. A la Revolución de 1848 se le ha denominado también la Primavera de los Pueblos, ya que aparecieron nuevos protagonistas. Los demócratas y republicanos ganaron posiciones frente a los liberales monárquicos. Por debajo, grupos de trabajadores y obreros luchaban ya no solo para conseguir una igualdad jurídica en forma de sufragio universal masculino, sino también para intentar solucionar las diferencias económicas y culturales. De este modo, frente a la soberanía nacional se reclamaba la soberanía popular y frente a la igualdad jurídica, la justicia social. Las causas de este conflicto tuvieron una doble cara. Por un lado, rondaba de fondo una importante crisis económica que se mostraba la debilidad de las clases más pobres frente a las crisis de carácter capitalista. Por otro lado, además la revolución industrial comenzaba a despegar y con ello el inicio del movimiento obrero que pretendía defender sus derechos. El foco principal de los conflictos sociales europeos fue Francia. Allí, el reinado de Luis Felipe de Orleans vivía un momento delicado, las clases más desfavorecidas reclamaban la ampliación del voto, mientras que los liberales más conservadores y el propio rey se negaban. Las revueltas del 48 acabaron por triunfar y Luis Felipe de Orleans tuvo que abdicar, de hecho ese mismo año se proclamó la II República. Los primeros meses de la II República fueron muy duros por los grandes enfrentamientos entre moderados y demócratas, aunque finalmente en Junio de 1848 la situación se estabilizó  con la victoria de la opción más conservadora para las elecciones a la presidencia, el sobrino de Napoleón, Luis Napoleón Bonaparte. Este, dos años después de su victoria electoral, y por medio de un golpe de Estado, acabó proclamando el II Imperio francés que se prolongó hasta 1870 con la derrota frente a Prusia en Sedán. De este modo, podemos afirmar que la revolución no triunfó principalmente por la transformación de la burguesía en una clase social mucho más moderada tras la consecución de su objetivos y, también, porque el pequeño y mediano propietario campesino nunca estuvo a favor del proceso revolucionario. 



El año 1848 fue también muy importante en otro territorios europeos donde los movimientos liberales se entremezclaban con los procesos de formación nacional como fue el caso de Alemania o Italia, aunque ambos desarrollos venían de lejos. De hecho, el proceso de unificación de Alemania tuvo unas fuertes raíces culturales, donde desde finales del siglo XVIII ya se hablaba de conceptos como pangermanismo en las universidades, no en vano historiadores de la escuela historicista como Ranke o el propio Droysen defendieron y justificaron la unificación alemana como un derecho para crear una nación fuerte. No fue casual que los procesos nacionalistas se desarrollaran en un momento en que la industrialización comenzaba su gran proceso de expansión y, para ello, era también necesario la creación de Estados poderosos en los que apoyarse. Es más, tras el Congreso de Viena en 1815, la Confederación Germánica estaba conformada por 39 Estados distintos, con un parlamento (Dieta) presidido por el emperador de Austria. Evidentemente este no era un escenario idóneo para los nacionalistas alemanes ni para el desarrollo de una potente economía industrial. Por lo que a partir de ese momento, Prusia comenzó a liderar la oposición del sentimiento alemán frente a Austria. No era un movimiento liberal ni mucho menos, era una lucha de poderes entre el Reino de Prusia y el Imperio austríaco, y que acabó configurando una Alemania independiente. Por lo tanto, no tenemos que entender este proceso, ni casi ninguno, como un plan preconcebido desde el comienzo, sino más bien como una serie de pasos, de acontecimientos, de una evolución progresiva hacia la unificación alemana. 



En 1834 ante la necesidad de ampliar el mercado interior, Prusia creó la Zollverein, es decir, la unión aduanera de los Estados del norte de Alemania. Austria intentó responder a este movimiento con la creación de otra institución paralela con la llamada Unión Tributaria, pero fracasó. Casi 15 años más tarde, en 1848 el sentimiento nacional alemán despertó con la antes mentada Primavera de los Pueblos. En los diferentes Estados alemanes hubo levantamientos en favor de la creación de un Estado alemán, por una vía liberal y con la defensa de un sufragio universal masculino que se acabó concretando en el llamado Parlamento de Frankfurt. Lamentablemente para los liberales, sus divisiones internas y las presiones desde Prusia y Austria, hicieron fracasar este movimiento. De tal modo que a partir de ese momento fue Prusia la que recogió el mando del sentimiento nacionalista, aunque desde una perspectiva ideológica muy alejada del liberalismo. Así, una vez consolidada la unidad económica gracias al Zollverein, parecía que el siguiente paso tenía que ser la unidad política y un Estado militarista y autoritario como Prusia encontró en la guerra un buen medio para conseguirla. En 1864 declaró la guerra al Reino de Dinamarca para conquistar los ducados de Schleswig y Holstein, de población alemana. Dos años más tarde, en 1866, la rivalidad con Austria llegó a su punto culminante cuando, tras una serie de modificaciones en los estatutos de la Confederación Germánica, Austria declaró la guerra a Prusia. Bismarck, el canciller prusiano, ya había previsto esta reacción y se había asegurado primero la neutralidad de Francia y, al mismo tiempo, una alianza con el recientemente unificado Reino de Italia para recuperar el Véneto. En poco más de siete semanas, el conflicto se decantó en favor de Prusia, por lo que Austria se vió obligada en la Paz de Praga a renunciar a sus pretensiones con el resto de Estados alemanas. Prusia se convirtió así en la potencia hegemónica de Europa central, con las anexiones de los principados de Hannover, Hesse y Frankfurt. Además, con Austria fuera de combate, Prusia decidió por disolver la Confederación Germánica e ingresar a los Estados del sur en el Zollverein. Un año más tarde se creó la Confederación de Alemania del Norte, siendo presidida por el rey de Prusia y su canciller, y a pesar de que contaba con el sufragio universal masculino, los poderes del parlamento eran tan reducidos que poco importaba. 

El último gran paso para la unificación se dio con el salto de Prusia a la hegemonía continental. Napoleón III veía con recelo la expansión del Reino de Prusia ya que ponían en peligro su papel como primera potencia continental, por lo que presionó a los Estados del sur de Alemania para que evitar una posible integración con Prusia. Una tensión que necesitaba de un pretexto para la declaración formal de guerra, y que Napoleón III encontró en la elección de un monarca para el trono español. España, que buscaba un nuevo monarca tras el desastroso reinado de Isabel II, fue la excusa por la proposición que desde Prusia se había hecho para que fuera un miembro de la familia Hohenzollen (Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen). Napoleón III se opuso desde el principio y Prusia tuvo que retirar la candidatura, pero Napoleón exigió que esta postura se mantuviera por siempre de manera oficial, a lo que Prusia se negó. Finalmente, Napoleón declaró la guerra a Prusia. La guerra fue realmente corta ya que el ejército francés se vio superado en todo momento por las tropas prusianas. La estrepitosa derrota de los franceses en la batalla de Sedán puso, de hecho, al ejército prusiano a las puertas de París. La derrota militar se sumaba a la pérdida de popularidad y legitimidad que gozaba el II Imperio francés antes de la guerra, por lo que pocos días después, con el propio Napoleón capturado en la batalla, se proclamó la III República. A Francia sólo le quedó la opción de la rendición. La otra cara de la moneda la vivió Guillermo de Prusia, que en el propio Palacio de Versalles proclamaba el unificado Imperio alemán, el II Reich.



Al igual que Alemania, tras el Congreso de Viena, Italia se enfrentó a una nueva reestructuración en su territorio. Si bien desde la época de Roma, la península Itálica no había vivido bajo una misma y única entidad política, el sentimiento de lo italiano venía de lejos. Aunque no fue hasta la Revolución Francesa y el despertar de los pueblos, cuando la idea de Il Risorgimento comenzó a adquirir fuerza. Como decimos, en 1815 Italia había quedado dividida en diferentes territorios. Al norte, ejerciendo de territorio tapón frente a Francia, estaba el Reino de Piamonte-Cerdeña, quedando Lombardía y Véneto bajo el control austríaco. En el centro, los ducados de Parma, Módena y Toscana gobernados por príncipes de ascendencia austríaca y, los Estados Pontificios. Finalmente, en el sur, el Reino de las Dos Sicilias. Las diferencias entre el Norte y el Sur, era notables -en muchos aspectos lo sigue siendo-. Si el Norte era más industrializado y desarrollado, el Sur en cambio, todavía atrasado con un fuerte carácter rural. Por lo tanto, el camino que hacía posible una hipotética unificación solo pasaba por el Reino de Piamonte que poseía un régimen liberal, una industria en pleno despegue y un ejército relativamente poderoso. 

En este sentido, hubo múltiples propuestas sobre la mesa y solo el devenir histórico acabó inclinando la balanza sobre la creación del Reino de Italia. Vincenzo Gioberti, por ejemplo, lideró a un grupo de liberales conservadores que apoyaban la creación de un estado confederado bajo la soberanía del Papa. En cambio, Giovane Italia, la asociación fundada por Giussepe Mazzini, apostaba por la creación de una república con capital en Roma. Los liberales progresistas creían que los más razonable era la construcción de la unidad nacional en torno a la monarquía de los Saboya, que ya gobernaba en Piamonte, con el rey Víctor Manuel II a la cabeza. Sea como fuere, con varios levantamientos de carácter liberal tanto en la década de los 20 como en la década de los 30, en el año 48 se produjo una gran explosión nacionalista en Lombardía contra los austriacos. Carlos Alberto, por aquel entonces rey de Piamonte, decidió apoyar dicha revuelta aunque el ejército austriaco consiguió imponerse mediante la fuerza. La derrota supuso la abdicación de Carlos Alberto en su hijo Víctor Manuel II. Ese mismo año, en Roma un grupo de nacionalistas italianos liderados por Mazzini proclamó la República Romana. El Papa, que tuvo que huir de la ciudad, fue socorrido por tropas francesas que consiguieron restablecer el orden. 



Tras un acercamiento diplomático entre Víctor Manuel II y Napoleón III, mediante el Acuerdo de Plombiers, este último se comprometía a dar apoyo militar a Piamonte para conquistar Lombardía a los austriacos, a cambio de la devolución de Niza y territorios fronterizos que le habían sido arrebatados a Francia tras las Guerras Napoleónicas. En 1859, tras las victorias en Magenta y Solferino, Austria renunció a Lombardía pese a que siguió manteniendo el Véneto. El año siguiente, 1860 fue un año clave para la posterior unificación italiana por dos motivos. Por un lado, Parma, Módena y Toscana se unieron al proyecto de Piamonte tras la celebración de sendos plebiscitos. Por otro, Giuseppe Garibaldi acabó con la monarquía absoluta del Reino de las Dos Sicilias con una intervención militar y a pesar de que era un reconocido republicano, decidió entregar los territorios a Víctor Manuel II para evitar un conflicto entre el Norte y el Sur. En 1861 se proclamó el Reino de Italia a pesar de que todavía no se había conseguido la unidad territorial deseada, pues Véneto seguía en manos austriacas y Roma bajo el control del Papado. Aunque la espera no duraría mucho. En 1866, como ya hemos visto, aprovechando el conflicto entre Prusia y Austria, Italia se alió con Prusia para recuperar el Véneto. Por otra parte, y de nuevo aprovechando un conflicto externo, con la guerra franco-prusiana y la salida de las tropas francesas de Roma, las fuerzas italianas tomaron Roma para convertirla en la capital del país.

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